Mi nieto me ha preguntado qué hacer. Lo han mandado a hablar conmigo. Le he dicho que no lo sé, o que todavía no lo sé, o que no lo sé con seguridad. Tal vez, le he dicho, lo que te conviene es levantar la vista, desocupar las manos, quitarte los audífonos, salir a la calle. Sobre todo, salir a la calle.
Se queda esperando que diga algo más. Y, entonces, ¿qué? Le digo a mi nieto, tanteando el terreno, que entonces se interese en los demás. Que los observe, que los escuche, que los escrute; no es necesario que desde el principio los comprenda o los compadezca. No sé si me entiende, pero pregunta: ¿Y qué, si hago eso? No sé, le digo: supongo que lo bueno vendrá por añadidura.
¿Eso es lo que vos hacías a mi edad?, me pregunta. No, fue una lástima. A veces salía de casa, cruzaba la calle y al otro lado me ponía a jugar fútbol. Jugaba mal, pero creía que jugaba bien. Si hubieran sabido de nombres, los que jugaban conmigo me hubieran bautizado “el pata dura”, pero entonces nadie conocía esa expresión. Ahora tampoco, dice, nunca la había oído. Yo, le digo, me vengo enterando: tuvo que morirse el obispo de Roma para que la supiera.
Mi nieto no pregunta por qué digo una cosa tan rara. Es explicable; por un lado, está familiarizado con mis manías y sabe que a veces soy indescifrable; por otro, el tiempo disponible para ambos no es interminable; a veces, para abreviar, hay que escoger entre lo que se quiere saber y lo que no se quiere saber, para avanzar. Eso está en la raíz del problema. Pero yo sé por qué lo digo: lo del “pata dura” es otro producto libresco que de pronto se me ha venido a la cabeza, de los que echo mano no sin pedantería, y que funcionan como barreras que me incomunican u ocultan de los demás.
Ahora que lo pienso, creo que he dado en el clavo. Interesarse en los demás. Como todo lo bueno, es difícil. Observarlos, escucharlos, escrutarlos; sustituir el objeto primario de la atención. Suena a olvidarse de uno mismo, evadirse o enajenarse. Pero no: si mi nieto hiciera caso, algún día descubriría lo que por darle un nombre llamaré la paz.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.