De acuerdo con el estudio, esto es así porque las universidades públicas reciben recursos del Estado, lo que les permite cubrir la mayoría de sus costos operativos mediante el dinero que este les transfiere, y reducir así las tarifas cobradas a los estudiantes. Se estima que este mecanismo les permite a las universidades públicas subvencionar a todos los estudiantes el 75% del costo real, y solo cobrar el 25% mediante aranceles, pero gracias al sistema de becas, la mitad de los estudiantes ni siquiera deben pagar dicho monto.
A pesar de esto, en el 2023, apenas el 17% de los estudiantes de las universidades públicas provenía de hogares del primer quintil de ingresos. Y entre los jóvenes pobres de 18 a 28 años, solo el 20% accedió a la educación superior, frente a un 75% entre los de mayores ingresos. Ante esta brecha, ¿no debería el Estado ampliar su apoyo a quienes estudian en universidades privadas? Ya existe un antecedente: la subvención a centros privados en primaria y secundaria, mediante la cual el MEP se encarga de pagar la planilla de varios centros educativos privados.
No se trata de debilitar el financiamiento de las universidades públicas, sino de asumir que ese esfuerzo, por sí solo, no es suficiente. Miles de jóvenes quedan fuera del sistema público por los requisitos de admisión, por cupo o por condiciones personales. La única opción que les queda es la educación privada. Y, en esos casos, el Estado no debería desentenderse. Una política inteligente combinaría becas postsecundarias, avales para créditos educativos y, sobre todo, una estrategia articulada para garantizar que ningún joven de escasos recursos tenga que renunciar a su futuro por no poder pagar la universidad. Financiar mucho a pocos o poco a muchos no es un dilema técnico: es una decisión política.
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Andrés Fernández Arauz es economista.