Con el título La orgía perpetua, Mario Vargas Llosa estudió en su armazón estética la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Para mi sorpresa, sus apuntes no solo valen en lo literario, sino que además sirven de acicate sobre cómo estudiar y volverse un hombre de bien.
Qué honor para nuestra América (aludo a José Martí) atesorar tantos premios nobeles de literatura: el colombiano García Márquez, en 1982, y Vargas Llosa, peruano, en el 2010. Antecedidos por los chilenos Mistral y Neruda, respectivamente en el 45 y el 71; el guatemalteco Asturias, en el 67; Octavio Paz, mexicano, en 1990. Cada uno, tan de su respectiva tierra, ¡todos, cosmopolitas cumplidos!
Porque me anima lo estético y pedagógico, deseo también advertir contra la nefasta simplificación, muy a flor de piel, de valorar a artistas con lupa ideológica, en dicotomía izquierda-derecha. No cabe diluir la diferencia, pero tampoco conviene obnubilar a ninguno como modelo de calidad y constancia dentro de cánones estéticos.
Mario no nació en cuna privilegiada, ni tuvo el sello de escritor en la frente desde el inicio: era y es de laboriosidad ejemplar. Siento que estimulado, no por genialidad improvisada, sino por la perseverancia que tanto nos hace falta en un país “tradicionalmente endogámico” (Juan Goytisolo).
Ese hábito, esa disciplina no exterior sino interna, ¿la adquirió en el colegio militar, en Lima? O, mejor, ¿en autoaprendizaje se le pegó por ósmosis? Lo imagino como en la brillante película La sociedad de los poetas muertos, con esos enormes salones de estudio (que también fueron míos, hace más de medio siglo).
Horror, viviendo cerca del Vargas Calvo, me pregunto cómo y cuándo estudia la chiquillada de ahora. A cada rato, los veo callejeando, seguro porque no llegó el profesor de tal o cual materia. Arrastran los pies, quizá el peso de preciosos y costosos libros, pero que, en valores y modelos, conviene asimilar con la cabecita.
Flaubert y Vargas Llosa leen, piensan y plasman sus escritos, literarios o no, de preferencia en horario y lugares fijos. Así lo deduce el suscrito, también, después de leer y subrayar —de preferencia en el papel—. Eso se llama tener hábitos, “método” (griego, por “camino”).
Ah, bandido Gustave, hijo de un renombrado cirujano de Ruan, Francia. Por obsesionado con su vocación, hasta se inventó males crónicos, vivió en casita, casi como ermitaño. Vargas Llosa, por fuerza ha tenido que ganarse los frijoles como cualquiera, en cantidad de trabajitos y aprendiendo varios idiomas. ¡No seamos flojos!
El resultado está a la vista, no solo en impresionantes trabajos literarios. Para discrepar muchas veces con el nuevo académico, admiro también sus reflexiones sobre temas de imponente actualidad, como el debate sobre “el idiota latinoamericano” y sus reflexiones sobre el mundo del espectáculo. A lo Pepe Figueres, aprendió a “mañanear tempranito”. Para que rindan los días y las horas, procuremos seguir su camino, su huella.
En lo reciente, quedé impresionado por el discurso, nada menos en la Academia francesa, de un Vargas Llosa demasiado viejo, según el reglamento, y ya miembro de varias otras de la lengua (la peruana, en 1977, y la española, en 1994).
En su reciente discurso, Vargas Llosa resultó quizá algo demasiado afrancesado, pero por educación y gratitud evitó el escollo de lo zalamero. Abrumador, el maestro, no por parapetear con títulos académicos, sino por nivel y manejo de ideas de diversas culturas, a lo largo del tiempo, además.
Entre otros, comentó en forma profunda sobre La Fontaine y Esopo; el último, esclavo frigio (cerca de Ucrania), de donde, en la Revolución francesa, adoptaron el gorro frigio (como figura también en cantidad de banderas latinoamericanas). Moraleja: como también me enseñó Omar Dengo, seamos muy costarricenses, al mismo tiempo y sin contradicción, sólidos universales.
¡Feliz aniversario, Vargas Llosa! No me interesan las ceremonias repetidas, externas, casi piñatas, como nos hemos acostumbrado demasiado, dizque “independientes” sobre un molde importado, alienado, gringo. Continúe, pedagogo nuestro, a hilar buenos collares, con excelente hilo (frase sacada de su estudio sobre La orgía perpetua).
El autor es educador.
