La muerte de Isabel II no marca el comienzo de una era para el planeta, pero sí para los británicos. El principio de nuestro presente no está claro en el tiempo, pero, indiscutiblemente, es belicista y está compuesto por gente más pobre y personas sin entrenamiento para ser críticas y tomar posiciones a favor de la mayoría.
La forma como las nuevas tecnologías reconfiguraron la manera de relacionarnos parecía ser el mayor desafío de la humanidad en el siglo XXI. El economista de izquierda y exministro de Finanzas de Grecia Yanis Varufakis lo resumió con estas palabras: “Las plataformas digitales reemplazaron a los mercados como el lugar de la obtención de riqueza privada. Por primera vez en la historia, casi todos producen gratuitamente el stock de capital de las grandes corporaciones. Eso es lo que significa subir contenido a Facebook o desplazarse con una conexión a Google Maps”.
La izquierda no tiene razón en todo, pero, al menos en esto, sí.
Nadie, sin embargo —excepto incomprendidos expertos en salud— previó una alteración más grande, una pandemia, cuyas consecuencias no son solo los 6.511.981 de personas fallecidas, entre estas casi 9.000 costarricenses, sino también la pérdida de millones de empleos y la amenaza de grupos antivacunas y anticiencia, negacionistas del cambio climático o neonegacionistas de este (los que creen pero no actúan para remediarlo).
El mundo comenzaba a reponerse a paso lento cuando la guerra de Rusia contra Ucrania impactó a la humanidad; antes, la guerra comercial entre Estados Unidos y China anunciaba la primera fisura global de trascendencia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Latinoamérica, receptora de estos retumbos, es víctima también de otros males, tales como los populismos construidos sobre el andamiaje de las redes sociales, afección contra la cual Costa Rica no estaba vacunada, como es evidente. Tampoco sabemos cómo será el futuro con un vecino apadrinado por Vladímir Putin y Xi Jinping.
“El fin de una era”, tituló este jueves The Economist, en referencia a la muerte de la reina Isabel II. Es el fin para los británicos. La mujer coronada en 1953 merece respeto por su pasado intachable, aunque entre familia vivía su propia pesadilla, pues, al fin y al cabo, era uno de nosotros: mortal.
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La autora es editora de Opinión de La Nación.