El cinismo no es valentía: es renuncia. El resentimiento no es justicia: es venganza. Y la democracia no sobrevive cuando dejamos que quienes desprecian el bien común dicten las reglas del juego. Así de claro, conciso y preciso.
Isabel Gamboa, el 11 de mayo (“Página Quince” de La Nación), nos ilustraba sobre el cinismo como práctica ciudadana de nulo provecho para la sociedad inmediata en que se desarrollan los individuos que así actúan, afectando, a la larga, allende su ecosistema proximal.
Hay que ser claros en que el cínico no ignora el bien pero lo desacredita, se burla de él, y, mientras lo hace, muestra una fachada de frialdad o superioridad moral, actuando por conveniencia e hipocresía.
Vemos ejemplos de cinismo casi cada día en las declaraciones presidenciales y de su comparsa. Los miércoles son la cereza en el pastel: cual Mazinger Z, del supremo representante salen los vientos huracanados que destruyen todo a su paso.
La exministra de Educación, Katharina Müller, el 5 de mayo, en las afueras de la Asamblea Legislativa, de manera hilarante, desde una tarima presuntamente levantada utilizando recursos públicos, nos regala una master class de cinismo. Regodearse de que la Ruta de la Educación sí existía pero que no dio la gana mostrársela a nadie para que no la despedazaran en el Congreso de la República, con un performance cargado de ironía, sarcasmo y desvergüenza, es cinismo puro y duro. Destrozó algunas de las contadas cosas buenas de la educación pública, y se ufana por ello. La recordaremos por mucho tiempo.

Es fácil, actualmente, confundir derechos con privilegios, críticas con ataques, y, especialmente, indignación con resentimiento. Aunque los dos últimos surjan del malestar, sus causas, efectos y su valor ético son distintos: mientras que la indignación puede ser un motor de cambio y compromiso democrático, el resentimiento suele degenerar en cinismo, derivando en la pérdida de cohesión social. Es tierra fértil para el populismo y sus consecuencias.
El indignado, además del enojo, tiene sentido de justicia: sabe que algo está mal y siente que no puede callar. Su reacción es ética, pues nace de la profunda convicción del deber ser. Actúa, se organiza, interpela al poder. En el fondo, defiende la sana convivencia.
Su energía es reformista, constructiva, esperanzada. Cuando ve grietas en el sistema, quiere repararlas. Ejemplos emblemáticos de movimientos indignados reformadores son el 15-M (España, 2011), los que llevaron a los Derechos Civiles en Estados Unidos (décadas de 1950 y1960), y la Primavera Árabe (2012-2012), entre otros.
El resentido, en cambio, no quiere justicia sino desquite. Su malestar es personal, su memoria es selectiva, y su narrativa está plagada de insulto. Siente que ha sido postergado, invisibilizado o humillado, y proyecta esa herida hacia la esfera pública. No quiere cambiar las reglas por los medios de la institucionalidad: quiere que otros paguen. Es, lamentablemente, blanco fácil de quienes desprecian la democracia, pero la usan como escenario para sus puestas en escena.
Se juntan el hambre con las ganas de comer. Quien liga ambas condiciones –cinismo y resentimiento– sabe lo que está bien, pero lo ridiculiza; no desconoce los principios, pero los desdeña; aplaude la burla al debido proceso, celebra la humillación del adversario y trivializa la corrupción si proviene de los suyos –o de sí mismo–.
En su versión más corrosiva, el cínico resentido convierte el bien en motivo de escarnio, y la ética, en un signo de debilidad. Este no es el ciudadano decepcionado que exige rendición de cuentas; es el actor que simula participar mientras, en realidad, busca minar la legitimidad del sistema desde adentro.
El problema no es nuevo, pero hoy se ha vuelto estructural. El resentimiento cínico se disfraza de valentía, pero es más bien cobardía. Es más fácil burlarse del Estado que ayudar a mejorarlo; más rentable –electoralmente– incendiar instituciones que reformarlas.
Astutamente, el cínico resentido asentado en el poder se aprovecha de una ciudadanía resentida que fácilmente actúa como masa manipulable: no requiere argumentos, solo consignas; no busca diálogo, sino espectáculo. Por eso, el resentido puede transformarse en cómplice del autoritarismo sin darse cuenta. En su desprecio por el sistema, no percibe que las alternativas que lo seducen suelen ser peores, y, en ese periplo, deja de ser ciudadano para convertirse en espectador enfurecido.
Para el cínico resentido, el Estado social de derecho es un estorbo para la supuesta “eficiencia” del poder. Pero es ese Estado el que ha sostenido la equidad, la paz y la movilidad social en Costa Rica. Despreciarlo es olvidar que lo que hoy tenemos no fue un accidente, sino una construcción histórica.
Me declaro indignado, pero serlo sin actuar en consecuencia es ser cómplice de los cínicos resentidos que ocupan el poder.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.