Desde el rústico sillón de cuero en el que me siento por las tardes a leer, escucho, pese al ruido constante de la lluvia, las campanas de la iglesia que repican a las horas debidas.
Conozco al campanero. Lo veo todas las mañanas, menos los jueves, cuando salgo a caminar y él va hacia el campanario donde tiene lugar el rito: abre la puerta encallecida, que permanece cerrada con un portentoso candado, el mismo desde hace mucho tiempo, la deja entreabierta porque allí casi no llega la luz, coge los mecates de cabuya que cuelgan a la altura de los ojos, y empieza a tirar de uno primero y del otro después con la misma secuencia e intensidad con que se ha hecho siempre, desde cuando la vida tenía un ritmo pausado que hace rato desapareció de Barva.
Una mañana, cuando el campanero venía de cumplir con su oficio, lo detuve y le conté que yo había querido aprenderlo, pero que entonces era muy pequeño y no llegaba a la altura de los mecates. Le dije también que le convenía aprender a arreglar el reloj frontal de la iglesia, que se detiene cada vez que tiembla; no sería muy difícil y de lo contrario era solo un ojo amarillo que mira inútilmente sin cambiar la hora, porque la mayor parte del tiempo está parado. En otra época, agregué para animarlo, lo echaba a andar un vecino que sabía cómo repararlo, pero que era de otra fe religiosa y tardaba meses en acceder a hacerlo: solo lo hacía cuando lo convencían de que si el reloj no marchaba, nadie sabría a ciencia cierta ni el día ni la hora de los nacimientos, como pasó conmigo, sobre todo cuando sucedían al filo de la medianoche.
Mientras le hablaba de nuestro achacoso reloj, recordé lo que se cuenta del reloj que habrán visto los que han ido a Palermo, que tiene esta leyenda: “Todas hieren, la última mata”.
Así, pues, desde el sillón en el que me siento por las tardes a leer y me detengo para prestar atención a las campanas, imagino qué pasaría si el campanero se dirige cachazudamente al campanario, manipula el candado, abre la puerta, cuelga los brazos de los mecates de cabuya y le sobreviene de repente “el terror anodino de la vida de todos los días”.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.