
Pasó el Día Internacional de la Salud Mental (10 de octubre) y, para la mayoría de las personas, pasó inadvertido. Quizás, paradójicamente, afectados por algo que antes se llamaba simplemente “estrés”, pero que ahora tiene un nombre propio: burnout, o síndrome de desgaste profesional.
Este se ha vuelto una presencia constante, aunque muchas veces silenciosa, en nuestras vidas cotidianas. En casi todos los sectores –universidades, escuelas, instituciones públicas o empresas privadas– se repite el mismo patrón: jornadas extensas, metas que se multiplican y una presión que se normaliza como si fuera parte natural del trabajo.
La Organización Mundial de la Salud lo define como un “fenómeno ocupacional” y no como una enfermedad, una distinción aparentemente técnica, pero con efectos muy concretos. En la práctica, significa que, aunque el trabajo enferme, los sistemas de salud no lo reconocen plenamente y las empresas no están obligadas a cambiar lo que lo provoca. El resultado es que la persona afectada carga con toda la culpa y el costo: debe aprender a gestionar su estrés o fortalecer su resiliencia, como si la falla estuviera en su carácter y no en las condiciones de trabajo.
El filósofo Byung-Chul Han lo explicó con precisión: vivimos en una “sociedad del rendimiento” en la que cada persona se explota a sí misma creyendo que se realiza. Ya no hace falta un jefe autoritario; basta con el deseo de ser más eficiente. En ese escenario, el burnout no es una excepción: es la consecuencia natural de un sistema que exige flexibilidad infinita y ningún descanso.
Las cifras ayudan a dimensionar el problema, aunque no alcanzan para describir su costo humano. Diversos estudios internacionales sitúan la prevalencia del burnout entre el 30% y el 50% de los trabajadores. En el sector salud, la cifra ronda el 45%, mientras que en la educación y los servicios, se sitúa entre el 25% y el 50% de los empleados. Casi la mitad de la fuerza laboral mundial dice sentirse agotada por su trabajo. Y ese cansancio no es inocuo: la OMS estima que el estrés y los trastornos mentales asociados provocan la pérdida de 12.000 millones de días laborales cada año, lo que equivale a mil millones de dólares de pérdidas en productividad.
Detrás de esas cifras, hay cuerpos que se enferman, familias que se rompen, vocaciones que se apagan. Ninguna economía puede sostenerse indefinidamente sobre trabajadores agotados.
Insistir en que la solución está en “ser más resilientes” es una forma elegante de culpar a la víctima. El problema no está en las personas, sino en las organizaciones que exigen más de lo que es humanamente sostenible. Por ejemplo, en anuncios de empleo, la frase “capacidad para trabajar bajo presión” se presenta como una virtud indispensable. Esa frase, que hemos aceptado sin pensar, es más bien una confesión de culpa. Lo que debería ser un límite razonable, como proteger la salud del trabajador, se convierte en una injustificada prueba de carácter.
Esa cultura de la sobreexigencia lo atraviesa todo. En las universidades, los docentes deben responder a varios frentes al mismo tiempo: enseñar, investigar y llenar reportes interminables. En el sector público, la burocracia ahoga el sentido del servicio. En la empresa privada, la conectividad constante ha borrado las fronteras entre trabajo y vida personal.
Cuando las instituciones promueven pausas activas o charlas sobre bienestar, pero mantienen la misma carga de trabajo, incurren en una especie de cinismo institucional: reconocen el problema en el discurso, pero lo perpetúan en la práctica.
El burnout no desaparecerá mientras lo tratemos como una fragilidad individual. Debe ser reconocido como una enfermedad laboral, con todas las implicaciones médicas y legales que ello implica. Solo así podrá atenderse desde la seguridad social, la salud pública y las políticas preventivas.
Algunos países ya han dado pasos firmes. Francia, por ejemplo, reconoció el derecho a la desconexión digital fuera del horario laboral. España lo incorporó en 2021 a su listado de riesgos laborales. Suecia y Finlandia han probado jornadas más cortas, con efectos positivos sobre la productividad y el bienestar. Costa Rica, con su larga tradición en salud pública, podría avanzar en esa dirección si reconoce que cuidar la salud mental y física del trabajador también significa cuidar la sostenibilidad del país.
El trabajo debería ser una fuente de realización, no de enfermedad. Pero para que eso ocurra, debemos eliminar de una vez esa idea absurda de que un buen empleado es el que “sabe trabajar bajo presión”. Ninguna persona debería enfermarse para ganarse la vida.
Prevenir el burnout no consiste en enseñar a respirar profundo ni en recitar mantras de productividad; implica rediseñar la cultura laboral. Es imperativo reconocer que la dignidad de quien enseña, cura, produce o sirve no se mide por su capacidad de soportar, sino por el respeto que las instituciones muestran a su tiempo, su mente y su cuerpo.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
