Que una ley penal cumpla 25 años de vigencia es sin duda una importante fecha para reflexionar sobre sus orígenes, objetivos, obstáculos y desafíos. Más si se trata de una legislación como la Ley de Justicia Penal Juvenil (LJPJ), la cual regula la comisión de delitos cometidos por adolescentes y que fue aprobada en 1996, en un ambiente de tensión y alarma social.
En aquel momento el país atravesaba un período de comisión amplia de delitos por menores de edad. Existía una sensación generalizada de impunidad en la sociedad y con respecto a los menores de edad por sus conductas delictivas. Sensación que no era del todo incorrecta, pues la Ley Orgánica de la Jurisdicción Tutelar de Menores, que regía, no respondía a la realidad social y delincuencial de 1996, ni tampoco contaba con los institutos jurídicos necesarios para corresponder con la complejidad de los delitos juveniles.
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Pero ese modelo tutelar no solo ocasionaba impunidad, sino también arbitrariedad. Por ejemplo, detenciones de niños y adolescentes sin ninguna garantía judicial, como el derecho a la defensa, a conocer la acusación o a apelar la detención. Era un modelo enfocado en reprimir a niños y adolescentes en condiciones de vulnerabilidad social. En otras palabras, niños pobres.
Resultaba claro que la ley y su modelo tutelar eran incompatibles con la Convención de los Derechos del Niño de 1989, que Costa Rica había aprobado, y así lo hicieron ver interesantes votos de los años 90 de la Sala Constitucional.
La Convención es un catálogo amplio de derechos para los niños, que se fundamenta en la idea central de considerarlos sujetos de derechos. Derechos fundamentales como la vida, la libertad de tránsito, a la integridad física, a la personalidad, al nombre, a la imagen, a la privacidad; derechos sociales, como educación, salud y recreación; y garantías judiciales, como el derecho a la justicia y al debido proceso.
La Convención también establece deberes y responsabilidades, precisamente cuando los niños son acusados de infringir las leyes penales, y obliga a los Estados parte a fijar una responsabilidad por la comisión de esos delitos, eso sí, atenuada, moderada y diferente a la de los adultos.
Trato justo. Por eso, la LJPJ se promulgó no solo para adecuarla a la realidad social de la época y cumplir un mandato internacional, sino, sobre todo, para garantizar a toda persona menor de edad acusada de la comisión de un delito un juzgamiento que cumpla con las garantías judiciales, sustantivas y procesales internacionalmente reconocidas para considerarlo un juicio justo.
Para cumplir estos objetivos se propuso en esta ley un modelo de justicia juvenil centrado en la responsabilidad atenuada, con una intervención mínima, es decir, solo para casos graves, y una diversificación amplia de la reacción penal a través de la desjudicialización del mayor número de casos, por medio de la conciliación, suspensión del proceso a prueba o la reparación del daño. Dejó para la justicia formal solo los casos graves y que realmente ameriten la intervención de los órganos represivos del Estado. Estos objetivos no podrían cumplirse sin un sistema de justicia juvenil especializado, dentro de la justicia ordinaria.
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La especialización debe reflejarse de diferentes formas. En primer lugar, mediante el diseño de un procedimiento diferente al juzgamiento de los adultos. En segundo lugar, con el establecimiento y uso de sanciones diferentes en cuanto a su contenido y finalidad en comparación con el sistema de penas establecidas en el Código Penal para los adultos. En tercer lugar, esta especialización debe reflejarse con mayores atenuantes y ventajas que deberían tener los adolescentes sometidos a un proceso penal en comparación también con los adultos.
Desde luego, la especialización de esta justicia implica una organización institucional de todos los sujetos o intervinientes en la justicia juvenil, tales como policías, fiscales, defensores, jueces y funcionarios penitenciarios encargados de hacer cumplir las sanciones.
Una mancha o lunar ínsita en esta legislación es el extremo mayor de 15 años de sanción de internamiento en un centro especializado para los menores de entre 15 y menos de 18 años de edad, convirtiendo la ley en una de las más represivas de la región latinoamericana, por lo que no existe, como muchas veces se dice, impunidad, autorización o permiso para delinquir para los adolescentes.
Fin educativo. Las sanciones penales juveniles tienen una finalidad primordialmente educativa y un extremo tan elevado atenta contra ese objetivo, que debe procurar evitar la reincidencia y apartar a los adolescentes del inicio de lo que podríamos denominar una carrera delictiva.
Este extremo de sanción resulta irracional y desproporcionado cuando se trata de un menor de edad. Por lo cual debería considerarse una reforma.
Durante estos 25 años ha habido grandes avances en materia legislativa respecto a la protección legal de niños y adolescentes. Ejemplos de ello son el Código de la Niñez y la Adolescencia, de 1998, y particularmente la Ley de Ejecución de las Sanciones Penales Juveniles, del 2005, que debe siempre analizarse en relación con la LJPJ, ya que esta legislación es la que permite durante la ejecución de las sanciones cumplir los fines primordialmente educativos en los que deben fundamentarse las sanciones impuestas a los menores de edad.
Otro progreso es la Ley de Justicia Restaurativa, del 2019, que introdujo el procedimiento restaurativo en la LJPJ y tiene un gran potencial para cumplir los fines y objetivos de fomento de la responsabilidad de los adolescentes por sus actos, sin un contenido represivo que promueva paz social con la satisfacción de los intereses de las víctimas del delito.
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Los 25 años de una legislación son un verdadero acontecimiento, especialmente en países como los de nuestra región, caracterizados por una reiterada reforma legislativa sin el tiempo necesario para el análisis y la evaluación de las legislaciones.
La ley, sin embargo, nunca es un producto acabado y se le presentan constantes desafíos. La legislación penal juvenil tiene tres: en el ámbito legislativo, el peligro del populismo punitivo y la presentación de las contrarreformas, es decir, los retrocesos que pueden tener algunas propuestas, especialmente cuando se trata de niños y adolescentes infractores de la ley penal, porque la mayoría se considera autorizada para plantear enmiendas.
Lo anterior desconoce que se trata de un fenómeno que requiere la interdisciplinariedad de saberes, como la psicología, la pedagogía, el trabajo social y, desde el luego, el derecho.
El segundo desafío está en el ámbito judicial, y es la falta de especialización en justicia juvenil frente a la justicia penal de los adultos. En la medida en que en la justicia juvenil se utilicen criterios, institutos o procedimientos, tales como las medidas de seguridad y el procedimiento abreviado, concebidos para los adultos, habrá un modelo que se aleja de la especialización y diferenciación del tradicional derecho penal de los adultos.
Por último, el desafío más complejo está en la política criminal. Si bien es cierto que Costa Rica aprobó una LJPJ hace 25 años, todavía no ha aprobado una política pública de prevención del delito y la violencia, y sobre todo de reinserción social.
Es una deuda del país con las personas menores de edad que aumenta en esta época de crisis no solo sanitaria, sino también social, producto de la pandemia, en la que miles de niños y adolescentes no están recibiendo el ciclo educativo y los que se encuentran en las distintas modalidades es muy probable que reciban una educación de muy bajo nivel.
Además, existe una falta de programas para los menores de edad privados de libertad, que fomenten la reincorporación a sus familias y comunidades. Por esto, no es de extrañar el involucramiento cada vez más frecuente de menores de edad en hechos graves, como los homicidios y el sicariato. En lo legislativo radica solo una parte de los obstáculos y desafíos.
La mejor estrategia para dar respuesta al complejo fenómeno delictivo juvenil sigue siendo la política social. Especialmente una buena política educativa siempre disminuirá los factores de riesgo y fortalecerá la inclusión social, porque sigue siendo cierta la máxima de que es mejor educar en lugar de castigar.
El autor es abogado.