
En los minutos finales de la película Suite Habana nos regalan música Omara Portuondo y el Caribe. Ella interpreta Quiéreme mucho y él es un viejo percusionista que le saca ritmos al muro del malecón.
El filme nos mete en un diluvio. La capital de Cuba parece naufragar en su historia de siglos o en la congoja, que es una de sus caras.
A mediados del 2015 decidí volver a aquella ciudad, la primera a la que viajé en el extranjero, en 1996, para asistir al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
“No vayas en agosto”, me aconsejó don Rodolfo cuando le hablé del regreso. La advertencia buscaba librarme de los rigores del verano que él padeció antes de establecerse en Costa Rica. Agradecí el aviso, pero pensé que exageraba y lo engaveté (sabría luego que hice bien).
Estaba ilusionado porque iría a Viñales, cuyas fotos llevaban años conquistándome, y a Cojímar, el pueblito en el cual Ernest Hemingway dejó mucho de El viejo y el mar.
La Habana ha sido generosa conmigo en cuanto a encuentros, unos buscados y otros no. Los primeros son los que uno traza antes de un viaje y va por ellos; los otros llegan como remolinos de sorpresa.
Un encuentro memorable de la segunda especie se dio en 1996 en el vestíbulo del Hotel Capri, donde estaba un día sentado un señor al que no reconocí. Cuando alguien dijo su nombre, vinieron a mi mente dos imágenes suyas: en una colgaba de cabeza y en otra revolvía un caldero humeante en el sótano de la casa de la familia Munster. Era Al Lewis, el simpático abuelo vampiro de la serie de televisión que nos divirtió con sus ocurrencias de pariente bueno de Drácula. Recuerdo, aunque pudo haber ocurrido de otra forma, que en el Capri me conformé con verlo; lo bueno fue que tuve la suerte de topármelo dos años después, casi a bocajarro, en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños.
Pocos lo reconocían a pesar del broche circular con su imagen de chupasangre inofensivo que llevaba prendido en el chaleco y en el cual mostraba la sonrisa pícara de un niño anciano. En mi inglés rudimentario, le expresé mi admiración (entendió y sonrió), le pedí que nos tomáramos una foto (asintió y sonrió) y nos abrazamos al despedirnos. Fue una hermosa casualidad conocerlo donde jamás pensé que estaría y paseando a la luz del Caribe.
Sobre mi 2015 habanero, me gusta decir que una de sus carambolas me arrastró hacia un acontecimiento histórico. Ya se sabía que Estados Unidos iba a reabrir su embajada en Cuba; se conocía la fecha, a la que no le di importancia antes del viaje, hasta tomar consciencia de que la reapertura iba a ocurrir durante mi visita y, una vez allá, me dije que debía presenciarla.
La embajada estaba cerca de mi hotel, así que podía ir andando; pero la cosa es que incluso dos días antes de la fecha señalada, ni los diarios ni los noticieros daban detalles sobre la hora. La falta de información no me frenó y a las nueve de la mañana del día indicado agarré la calle. Encontré un campo con buena vista y cerca de un par de cubanas que miraban la transmisión por medio de un celular. A los dos minutos, yo la veía con ellas. De pronto, desde el sistema de megafonía habló una voz anónima: “cierren sus sombrillas”.
La voz no pedía un favor, ordenaba un sacrificio, porque las sombrillas eran lo único que medio nos salvaba del solazo de aquel hirviente 14 de agosto en medio del cual una banda tocó un himno mientras una bandera se alzaba sobre el pasado.
Me llevó rato asimilar que una suma de hechos en los cuales jamás intervine me habían colocado frente a un hecho tan trascendental como aquel del 4 de enero de 1961, cuando tres marines bajaron, a la carrera y antes de huir de La Habana, la bandera que yo acababa de ver subir medio siglo después.
Hace una década yo desconocía La espera, el cuento de Borges que nos revela esta verdad: “no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas”.
Para dicha mía, no hubo rejas ni enfermedades en el sendero de las sorpresas que me hallaron en La Habana; fueron las hermosas casualidades, que parecen aguardar por nosotros con paciencia y que cuando lo desean nos invitan a pasar.
ovidio.munoz@nacion.com
Ovidio Muñoz Corrales es periodista.