Hace dos años, pocos días después del ataque de Hamás en contra de la población israelí, acepté, como hecho asumido, que Israel tenía el derecho a la legítima defensa. También expresé mi temor de que su respuesta derivara en un castigo colectivo contra la población civil de Gaza. Me cito en ambos puntos: “brutal, despiadado, pero, al parecer, muy bien planeado ataque terrorista de Hamás desde la Franja de Gaza a Israel” y “mucho me temo que ese contraataque será un castigo colectivo indiscriminado, prohibido por el derecho internacional”. Y concluía: “Los expertos dicen (…) que esta fase del conflicto terminará con una tregua producto de una mediación internacional (...). Quizá, pero de aquí a allá habrá habido un infierno de muerte y destrucción y las causas del conflicto seguirán vivas, a la espera de un nuevo episodio”.
En estos dos años, mis peores temores se cumplieron. Gaza ha sido destruida con sistemática crueldad por el Ejército israelí. Decenas de miles de civiles han sido asesinados, incluyendo casi 20.000 niños. Las personas expertas en Derecho Internacional discuten si lo que está acaeciendo es un genocidio –según lo afirma Naciones Unidas– o crímenes de guerra.
Y es que hay una diferencia entre ambos. El primero implica un crimen contra civiles por ser parte de un grupo social, por ejemplo, la “solución final” de los nazis contra los judíos, y el segundo, la violación de las leyes de la guerra contra una población en general, sin ese intento de borrarlas como grupo. Pero, con vistas de esta larga, cruel e inconclusa tragedia, no debemos perdernos en estas discusiones: lo importante es parar la masacre ya. Hasta Donald Trump lo ha entendido así.
Otras cosas ni siquiera las imaginé. La respuesta israelí era necesaria; la manera en que lo hizo fue una escogencia política. Gaza delenda est. No era necesario esa saña y odio. Nunca creí que Israel usaría el hambre como un arma de guerra; que dos años después, decenas de rehenes siguieran secuestrados por Hamás, atrapados en condiciones infrahumanas. No pensé que todo esto fracturaría a la sociedad israelí como lo ha hecho. O que Israel, víctima de un terrible ataque, terminara aislado internacionalmente por sus propias acciones: que una nación nacida de un genocidio hace dos generaciones perdiera su compás moral por un liderazgo corrupto y xenófobo. Y, aunque hay esperanzas, este horror no ha terminado.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.