
Si los líderes del mundo fueran niños compartiendo un recreo, el patio del colegio estaría lleno de gritos, amistades improvisadas y jugadas poco loables. En la cancha de fut, más que un partido, se define quién manda, quién obedece y quién logra mantener su lugar sin que le quiten la pelota.
Donald sería el primero en salir a la cancha. Con su gorra roja y piel naranja, aparecería haciendo muecas y gritándoles a todos que la pelota es de él, aunque nadie lo vio traerla. Se pondría a dar órdenes a los jugadores (comprados con caramelos), girando indicaciones contrarias al minuto siguiente. Si alguno lograra meterle gol, se inventaría alguna regla para invalidarlo. A veces conseguiría que los demás lo siguieran, más por interés que por convicción. Algunos se quedarían a verlo jugar, porque es gracioso, hasta que se acuerden de que no es una obra de teatro, sino un partido de verdad. Sus gritos sonarían por todo el patio, y desde su mirada nunca pierde, excepto cuando hay “victorias robadas”.
A la distancia, Vladimir observaría en silencio. Sin necesidad de hacer escándalo, porque con una mirada todos se acordarían de que tiene una resortera en el bolsillo. No busca atención, pero sí control. Irrumpiría en los juegos de los niños más pequeños, cobrándoles “por protegerlos”. Nadie se lo pidió, pero tampoco se atreven a contradecirlo. Mientras los demás juegan, él supervisa todo con un dron mientras planea cómo alcanzar la vida eterna.
Xi llegaría puntual al partido, con uniforme impecable y una pelota que parece crecer con cada recreo. La presta con gusto, pero solo si juegan bajo sus reglas. No levanta la voz, pero si alguien lo contradice, lo puede hacer desaparecer. Mientras los demás se entretienen corriendo, él dibuja los planos para una cancha nueva, más ordenada, pero con entrada exclusiva para quienes le hacen caso. Es que él no juega para ganar hoy, sino para convertirse en el director del colegio mañana.
Por su parte, Narendra empezaría el día con un discurso. Hablando del orgullo de pertenecer a este colegio, de las tradiciones y los valores que lo hacen único. Inspira, emociona, y por un momento todos quieren jugar con él. Pero cuando el partido se alarga, insiste en que antes de seguir canten el himno. Sus compañeros lo respetan, pero a veces se cansan de su insistencia en que “todo lo bueno viene de aquí”.
Desde las gradas, los demás niños, agrupados por las aulas de Europa, América Latina y África, mirarían con mezcla de fascinación y confusión; algunos aplaudiendo a los más fuertes, esperando que los inviten a jugar, mientras que otros intentarían crear su propio equipo, pero nunca se logran poner de acuerdo.
A un costado, Emmanuel y Friedrich discutirían sobre las reglas y sobre quién debe traer las meriendas, mientras Keir buscaría amigos para jugar rugby. Shigeru se aseguraría de limpiar el campo, tomando nota de todo y sonriendo con cortesía. Salman repartiría las gaseosas con su logo, pero dejando claro que no son gratis. En tanto, Kim estaría sentado en una mesa comiendo golosinas y burlándose de los demás.
Al otro lado de la cancha estaría Benjamin cuidando que nadie se acerque a su arco. En el parqueo encontraríamos a Nicolás, escondiéndose detrás de un bus, porque Donald lo está buscando. En eso suena la campana y todos corren a la clase.
Pero el recreo del poder nunca termina. Cambian los niños, cambian los juguetes, pero no las dinámicas. Mientras unos pelean por quién tiene la pelota, otros sueñan con que un día todos puedan jugar sin bullies imponiendo reglas inventadas. Pero en este colegio todavía falta mucho por aprender.
Justo cuando está por comenzar la clase, aparecería Rodrigo. Sin pelota, pero con megáfono. Gritaría que va a enseñarles cómo se juega “de verdad”, porque todos los demás lo han hecho mal. Se pondría a desafiar a los más grandes, se burlaría de los profesores y prometería que él no se dejará mandar por nadie. Algunos se identificarían con su ego y le darían las respuestas al examen a cambio de cariñitos, mientras que las bandas de la clase aprovecharían su liderazgo para amenazar a los profesores, que cada vez tienen menos recursos para controlar la clase.
Pero, en el fondo, su presencia revela algo más profundo, porque incluso en los patios más pequeños el reflejo del poder global se repite en miniatura. La necesidad de ser escuchado, de tener la razón, de “ganar”, aunque sea pasándoles por encima a los demás. En cada rincón del planeta hay un Donald que exige atención, un Vladimir que controla en silencio, un Xi que compra amigos, un Narendra que predica identidad… y un Rodrigo que irrumpe diciendo que va a romper las reglas para salvar el juego.
Pero cuando suena la campana, el patio queda lleno de basura, amistades y promesas rotas, pelotas pinchadas y palabras vacías. Es que jugando así nadie gana realmente, porque en este recreo, como en la vida, la verdadera grandeza no está en dominar el juego, sino en buscar que todos aprendamos y crezcamos juntos.
En las palabras de Lao-Tse en el Tao Te Ching: El pueblo pasa hambre cuando sus gobernantes consumen demasiado. Cuando los gobernantes hacen mucho por su propio provecho, el pueblo pierde la confianza. El sabio gobierna amando al pueblo como a su propio cuerpo: comparte su destino, sirve desde la humildad y rehúye el ego, pues el poder solo perdura donde hay confianza.
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Aimée Leslie es gestora ambiental y doctora en transiciones hacia la sostenibilidad.
