
Los indicadores económicos o ambientales no bastan para medir el bienestar de una población: no hay desarrollo sostenible sin alma. La dignidad humana es indivisible, y la fe debe tratar de afirmarla, protegerla y elevarla.
En setiembre se cumplirá una década de la promulgación de los Objetivos del Desarrollo Sostenible 2030 (ODS 2030) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Estos establecen 17 objetivos y 169 metas para erradicar la pobreza, proteger el planeta y garantizar paz y prosperidad para todas las personas, con horizonte al año 2030. Evidentemente, ese plazo no se alcanzará.
A pesar de tan claros, loables y deseables propósitos, esta agenda sigue siendo una brújula global, pero con una alta carga de controversias. Pocas veces un instrumento político con un objetivo común, adoptado por consenso por 193 países, ha desatado tantas tensiones entre ciertas corrientes religiosas que ven en algunos de sus postulados no una oportunidad, sino un riesgo: a veces moral, a veces cultural, a veces teológico.
El desencuentro, eso sí, no es uniforme ni absoluto. Muchas religiones han apoyado sin reservas varios de los ODS 2030. El papa Francisco, en su encíclica Laudato Si (2015) sobre el Cuidado de la Casa Común, establece y expresa, con notable fuerza, un vínculo claro entre la ecología, la justicia social y la espiritualidad. Su llamado a una “conversión ecológica” resuena profundamente con el espíritu de la Agenda 2030. En esta coincidencia, fe y política global se dan la mano.
No obstante, hay desacuerdos entre la mayoría de las religiones y la Agenda.
El primer gran punto de fricción surge por la forma en que se trata la igualdad de género. Se aborda directamente en el ODS 5, que busca eliminar la discriminación y violencia contra mujeres y niñas, garantizar su participación política, y asegurar el acceso a la salud sexual y reproductiva. Además, atraviesa otros ODS relativos a la pobreza, educación, salud y trabajo decente (1, 3, 4, 8, 10, 16); aunque se puede afirmar que es transversal a toda la Agenda.
Varios grupos religiosos, particularmente dentro del cristianismo conservador, el islam y algunas formas del judaísmo ortodoxo, ven una agenda ideológica que busca relativizar el significado del hombre y la mujer, el matrimonio y la familia. Si bien se reconoce la dignidad de las mujeres y la lucha contra la violencia de género, se argumenta que, en nombre de la igualdad, se pretende imponer una visión antropológica que desconoce la diferencia, borra la complementariedad y niega la dimensión trascendente del ser humano, así concebido desde lo religioso.
Pienso que es justo reconocer que no hay nada intrínsecamente malo en promover la igualdad entre hombres y mujeres, o en reconocer la existencia de diversas formas –legítimas– de familia. Lo injusto, más bien, es negar derechos básicos a cualquier persona por el hecho de no ajustarse a un modelo tradicional. Las sociedades evolucionan, y también sus marcos legales y éticos. La fe debe aceptar esa realidad y buscar el diálogo desde la compasión, el respeto y el testimonio, no desde el juicio ni la exclusión. Querer que todas las familias se ajusten a un modelo único desconoce las complejidades del mundo actual y la diversidad de devenires humanos.
Otro punto de conflicto gira en torno al concepto de salud sexual y reproductiva. Algunos sectores eclesiales ven, con altísima reserva, un lenguaje ambiguo que pueda incluir, de forma implícita, la promoción del aborto como derecho, o la distribución masiva de métodos anticonceptivos sin filtros éticos. Si bien no hay segmentos explícitos en el documento que inviten al aborto, se argumenta que invoca otros instrumentos internacionales que, en algunos contextos, lo abordan como parte de la salud reproductiva. El quid del asunto está en que la implementación depende de cada país, respetando sus marcos legales y culturales. El desafío es equilibrar derechos humanos con respeto a diversidad religiosa.
Otro reclamo es la ausencia de Dios en la Agenda: la propuesta se construye desde una visión eminentemente secular, tecnocrática y racional. Para algunos líderes religiosos, esto se traduce en un humanismo cerrado sobre sí mismo, que no deja espacio para la fe, la oración, la dimensión espiritual ni la noción de trascendencia. Lo que para unos es neutralidad religiosa, para otros se convierte en exclusión simbólica.
Finalmente, está el asunto no menor de la soberanía cultural y nacional. Algunos temen que la Agenda 2030 funcione, en la práctica, como una suerte de “norma moral internacional” que impone criterios globales sin atender las particularidades de cada pueblo. Aquí, la crítica no es solo religiosa, sino también política y filosófica: ¿puede una comunidad local vivir su fe plenamente si está obligada a adoptar modelos impuestos desde afuera, muchas veces diseñados sin su participación? Se mira como nueva forma de colonialismo cultural.
Mucho se ha insistido en que la Agenda es una hoja de ruta general, mas no un marco normativo de acatamiento obligatorio: de haberlo sido, no estaríamos tan retrasados en el logro de sus metas. La clave está en lograr un justo medio: ni las religiones se subordinan a la Agenda, ni esta renuncia a sus principios. Las diferencias deben ser reconocidas, discutidas y –ojalá– reconciliadas.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.