
El pasado viernes 22 de agosto se celebró por primera vez en Costa Rica una comparecencia en la Asamblea Legislativa para decidir si se levanta la inmunidad del presidente en ejercicio, como parte de los trámites de la causa penal que se sigue contra Rodrigo Chaves y el ministro de Cultura, Jorge Rodríguez, relacionada con los fondos del BCIE y el presunto delito de concusión.
Independientemente de cuál sea el resultado de esa causa –ya sea que se levante o no el fuero, o que el presidente sea absuelto o condenado más adelante–, la existencia misma de ese proceso es prueba de que la institucionalidad democrática todavía funciona y sigue siendo sólida, y que todos somos juzgados por igual sin importar el puesto o condición.
El presidente Chaves y su defensor técnico están en el absoluto derecho de ejercer su defensa en esa causa con tanta fuerza como quieran dentro del margen de la ley, y de tildar los hechos, la acusación en su contra y los actos de la Fiscalía de temerarios, irresponsables, falsos y todos los adjetivos que gusten. Eso es parte del ejercicio pleno del derecho de defensa y es normal en el contexto de cualquier sistema penal adversarial propio de un Estado de derecho.
Pero lo que no es válido –y es realmente preocupante por el nivel de ignorancia, alarmismo y desinformación que difunde–, es que Rodrigo Chaves califique la sola existencia del proceso en su contra como un “golpe de Estado judicial”, como si él fuera una especie de figura divina y salvador intocable que no puede ser siquiera investigado como cualquier otro mortal. Eso lo que denota es la gran soberbia de un presidente que no tolera cuestionamiento alguno y ejerce el poder desde el autoritarismo y los delirios mesiánicos, al punto de calificar la investigación y acusación en su contra casi como un atentado contra toda la nación.
Por definición, el término “golpe de Estado” hace alusión a la toma violenta e ilegal del poder de un país, que suele hacerse por medio de las fuerzas militares para derrocar al gobierno de turno. Por lo tanto, hablar de un golpe de Estado desde lo “judicial” es un sinsentido y una contradicción semántica absoluta, ya que el desarrollo de una causa conforme a las reglas establecidas por la legislación procesal penal es precisamente lo opuesto a la utilización de la violencia o las vías de hecho. Es, más bien, la forma correcta y constitucionalmente establecida para efectuar el juzgamiento de los miembros de los supremos poderes. En síntesis, un golpe de Estado no puede ser “judicial” bajo ningún supuesto.
Si el presidente es inocente y la acusación en su contra es incongruente e infundada, como él indica (sobre lo que no es prudente adelantar ningún criterio en este espacio), o si existen vicios en la tramitación de la causa, pues que lo alegue en los tribunales, que es donde procede hacerlo, y para lo cual existen múltiples instrumentos procesales.
Lo que no es aceptable, ni comprende el derecho de defensa, es utilizar la silla presidencial para defenderse, pero no desde la desacreditación de los hechos, no en sede judicial ni en el marco de las reglas del debido proceso, sino atacando al Poder Judicial como un todo, debilitando la institucionalidad y la división de poderes con disparates populistas de “golpes judiciales” y discursos altaneros de plaza pública.
Los verdaderos demócratas reconocen la autoridad de los tribunales de justicia y, en consecuencia, se someten a estos para defenderse cuando son cuestionados.
Por otro lado, históricamente, solo los dictadores (o los aspirantes a serlo) deslegitiman, ofenden y atacan a los otros poderes cuando se ven investigados, en vez de ejercer su defensa contra los hechos y las pruebas en la vía judicial, como corresponde en toda democracia. Conviene recordar esto al decidir a quién seguirle dando las riendas del país en el futuro.
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Gerardo Huertas Angulo es abogado penalista.