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Es una fortuna de Costa Rica esté llena de contradicciones y oposición. (Shutterstock)
Un día antes de sentarme a escribir esta columna, tomé un taxi en San José para ir a Santa Ana. En su radio, sonaba a todo volumen una canción religiosa que él acompañaba con buen ánimo: “Quién no te temerá, oh, Señor, y glorificará tu nombre”. Después de 13 kilómetros, ¢14.000 en la maría y muchas palabras, sabía que el conductor era cristiano evangélico confeso, votó por Fabricio Alvarado en la primera ronda, por Rodrigo Chaves en la segunda y, tiempo atrás, por José Merino del Río para diputado porque “¡ese sí era un político de verdad!”.
Se me ocurrió que el taxista era, él solo, un paisito entero: una Costa Rica llena de contradicciones y oposición, lo que, según mi razonamiento, es una fortuna.
Lo malo no es que tengamos diferencias ni que a veces nos agarremos por ellas. Hay que celebrar y fomentar que seamos una sociedad donde habiten creyentes, ateos y agnósticos, que las feministas podamos publicar en las redes sociales y quienes son antifeministas también, que los que piensan que las vacunas son veneno en un chip sean libres de gritarlo al público y que quienes estábamos deseando la siguiente dosis contra la covid-19 no nos viéramos limitados a publicar nuestra foto mientras nos pinchaban.
No se debe cancelar a nadie el derecho a dar su opinión, y la gracia de defender esta idea es llevarlo a cabo frente a la gente que nos provoca un profundo rechazo y la seguridad de que están en el error.
La defensa a la libre circulación de ideas debe ser tan radical que incluya, por poner un ejemplo dramático para las universidades públicas, la aceptación de que alguien como Agustín Laje —activista y escritor argentino catalogado de extrema derecha— dé una conferencia en algún campus. Entre el público, cómo no, tendrán que estar quienes lo idolatran y lo detestan, y participarán atendiendo las reglas de convivencia que el recinto merece.
Libertad
Nadie debe tener miedo a hablar en ninguna parte de nuestro territorio, y si sucediera, tendríamos que preocuparnos por ello. Un funcionario confesó un día de estos, durante una reunión social, que nunca más volvió a tuitear lo que realmente quiere por miedo a los troles, por ilustrar de alguna manera mi punto.
Tenemos que evitar los llamados a callar y escarmentar y, en su lugar, fomentar la expresión de nuestro desacuerdo. Jamás querría vivir en un país donde todo el mundo piense como yo y posea mis valores porque, por sentido común, me aburriría.
Con esto no estoy diciendo que a la sociedad democrática le dé igual cualquier tipo de pensamiento, así como las acciones que suelen acarrear. Ni estoy negando que los cargos de servicio público deban ser dados a personas que se apeguen a los mínimos que las sociedades civilizadas establecen.
Estoy afirmando que deben poder tener existencia libre para ser, precisamente, democracia. No se trata de atacar las disidencias, sino hacernos responsables de las consecuencias sociales de los diferentes tipos de pensamiento.
¿Qué tal si nos tomamos con un poco menos de drama nuestras desavenencias? ¿Si en lugar de intentar arrebatar a alguien su legítimo derecho a manifestarse poniéndole una etiqueta que busca perjudicarlo, creándole mala fama, lo contradecimos con argumentos?
Porque del duro momento que atravesamos como país, una de las peores cosas es la violencia destructiva con la que tanto “progres” como “gachos” quieren aniquilarse mutuamente.
Este comportamiento tiránico es lo que destruye lo que nos une, porque elimina la posibilidad de que nos importe el otro y “normaliza” la tragedia de quien se ve como distinto. Es decir, la solidaridad vuela por los aires.
Como me dijo una sincera y valiente estudiante durante la discusión de Frente al dolor de los demás, de la pensadora estadounidense Susan Sontag: “A mí las desgracias de los ricos no me duelen, hasta me alegran”. ¿Puedes reflexionar a qué crees que se deba?, le pregunté. “¡Creo que puede ser por odio y envidia ‘profa’!”.
Odio inducido
Es posible que lo anterior lo acabamos de contemplar en las redes tras la caída de unas cinco casas del residencial Altos de Leonamar, trending topic en Twitter, inducido por la gente alegre con la desgracia ajena.
Pero el problema aumenta cuando el gobierno —llamado por definición a construir comunidad— pone de moda la fatídica idea de que quien no crea en los valores del otro pierde su estatus de dignidad.
La dificultad para construir pactos mínimos que permitan mejorar como sociedad se cuadruplica si nuestro padre simbólico —el presidente— se porta como un narcisista sin fuerza de carácter para controlar sus deseos y los desparrama como ácido sulfúrico que fortalece el odio mutuo.
Cuando digo que somos un país democrático y libre, me refiero a, por ejemplo, que el presidente tiene derecho a comparar a una exministra con Juana de Arco y yo a sonreír por ello.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.