Tomar decisiones es una actividad tan cotidiana como respirar. Pero, a diferencia de esta última, decidir cansa. Estudios sugieren que una persona promedio toma miles de decisiones al día, muchas de ellas casi automáticas y otras más conscientes. Desde algo tan trivial como elegir el color de la camisa que voy a usar hasta cosas tan trascendentes como firmar o no un tratado internacional, cada una de estas decisiones consume energía mental y, muchas veces, emocional.
Este desgaste tiene nombre: fatiga de decisión. Y es más común de lo que creemos. Cuando estamos estresados o cansados, el riesgo de equivocarnos aumenta drásticamente. Por eso, los expertos aconsejan nunca resolver asuntos importantes en momentos de agotamiento. Pero hay otro elemento que complica el acto de decidir: la ilusión de que siempre podemos hacerlo de manera racional.
Annie Duke, experta en toma de decisiones y campeona de póquer, lo expone con claridad en su libro Pensando en apuestas: Tomando decisiones inteligentes cuando no disponemos de todos los hechos (2018). En la vida real, rara vez contamos con todos los datos necesarios para llegar a conclusiones, ni con el tiempo suficiente para procesarlos. En vez de decisiones perfectamente informadas, hacemos apuestas. Con la información disponible y bajo presión de tiempo, evaluamos probabilidades y escogemos lo que creemos mejor. Y luego, cruzamos los dedos.
Lo interesante es que, aun con la mejor lógica y los mejores datos, el resultado no siempre depende de nosotros. El azar, los eventos externos y la intervención de terceros pueden alterar cualquier desenlace. Así, una buena decisión puede terminar mal, y una mala, por simple suerte, puede salir bien. ¿Significa eso que juzgar una decisión por su resultado es injusto? Según Duke, definitivamente sí.
Tendemos a aplaudirnos cuando las cosas salen bien, atribuyéndolo a nuestra inteligencia o habilidad. Pero si fallan, buscamos culpas externas o lo atribuimos a la mala suerte. Esta “adicción a los resultados”, como la llama la autora, distorsiona nuestra capacidad de aprender de la experiencia.
Por eso, la propuesta de Duke es abandonar la idea de certezas absolutas. En lugar de pensar en “decisiones correctas” o “incorrectas”, propone caracterizar nuestras decisiones como apuestas: ¿tenía sentido jugársela por esta opción dadas las probabilidades y el contexto del momento? Esa es la pregunta relevante.
Decidir, entonces, no es otra cosa que apostar. Apostamos cada vez que aceptamos un trabajo, que elegimos pareja, que votamos, que invertimos, que nos mudamos de ciudad. Apostamos cuando nos arriesgamos a decir lo que pensamos. Y, como toda apuesta, algunas veces se gana, otras se pierde.
Esto no es un llamado al fatalismo, sino a la humildad. Comprender que no todo está bajo nuestro control nos hace más compasivos, tanto con los demás como con nosotros mismos. Al igual que el clima, muchas cosas en la vida tienen múltiples variables y modelos de predicción incompletos. Juzgar con dureza lo que no podía preverse es injusto y genera frustración.
En lo personal, no creo que todo pase por una razón predeterminada, como muchos creen. Creo, más bien, en caminos que se bifurcan a cada instante. Caminos en los que inciden lo que decidimos, lo que deciden otros y lo que simplemente escapa a cualquier voluntad. Tres dados lanzándose al mismo tiempo, a cada instante. Así se construye la historia de cada uno de nosotros y de la humanidad.
Quizás por eso necesitamos recordar que, al juzgar las decisiones de otros o las nuestras, conviene hacerlo con paciencia y compasión. Detrás de cada error puede haber habido una decisión sensata, pero una apuesta fallida. Y eso no nos hace malos jugadores, sino simplemente humanos.
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Christian Hess Araya es abogado e informático.
