
La organización política por medio de “Estados” surgió circa de los siglos XV y XVI, cuando se abandonó el modelo feudal de la Edad Media. Con ello, emergió el funcionario público (así, en masculino, pues inicialmente solo los varones podían desempeñar los cargos).
Antes de la existencia de los Estados lo que había eran siervos o lacayos de librea. La librea era un uniforme que indicaba la propiedad del sujeto a un amo o rey que conservaba poderes absolutos en su territorio, y lo distinguía de siervos de otros señores.
La diferencia radica en que el siervo o lacayo sirve a un patrón particular y, por tanto, le debe obediencia, con independencia de lo que este busque, pues el señor feudal conserva el poder absoluto en sus tierras. El funcionariado y la funcionaria, por el contrario, están en función del Estado y sus fines (públicos, ergo, de todos y todas), como medios para servir a la población.
Quien detenta el poder en un Estado no lo hace para sí, para enriquecerse ni para satisfacer vanidades personales, sino como medio para impulsar políticas públicas que, dentro del marco normativo que rija, generen empleo, cuiden la depredada casa común, aumenten la seguridad, protejan la salud y mejoren la educación tanto de quienes le confirieron temporalmente el cargo, como de quienes no.
Si bien, en el caso costarricense, el Estado surgió formalmente con la independencia de 1821, su construcción ha sido producto de un largo proceso histórico que, en lo normativo, incluye el modelo constitucional de 1949 mediante el cual se consagró la atomización del poder político al crearse cuatro poderes del Estado, el régimen municipal e instituciones autónomas de diverso grado, teóricamente no sometidas a otros órganos o entes, así como de una serie de pesos y contrapesos interinstitucionales que nos han librado de los golpes de Estado de épocas precedentes en nuestro país y actuaciones similares en la región. Ese Estado, normativamente, también surgió gracias al aporte de algunas leyes estructurales.
Eduardo Ortiz Ortiz y el diseño de la Administración Pública
Hace unos días, con gran acierto, en la Facultad de Derecho de la UCR se efectuó un seminario in memoriam de Eduardo Ortiz Ortiz. En tiempos en que se desdeña la historia y nuestro país decae estrepitosamente en los indicadores de acceso a la educación y pensamiento crítico-analítico, es importante recordar que don Eduardo fue un jurista costarricense a cuyo pensamiento y acción le debemos, entre otras cosas, la Ley General de Administración Pública (LGAP) de 1978 y, en buena medida (aunque en esta, su salud ya estaba afectada y su intervención fue menor), la Ley de la Jurisdicción Constitucional (LJC) de 1989.
Esas dos normativas no solo construyeron el entramado jurídico moderno del actual Estado costarricense en beneficio de las grandes mayorías, sino que previeron mecanismos para regular los excesos de poder, lo que años antes (en 1962) el jurista español García Enterría denominó “la lucha contra las inmunidades del poder”, las cuales son identificadas con los actos discrecionales, los poderes de gobierno y los poderes normativos. Sí, esos actos que aún subsisten en diversos espacios del poder formal (por ejemplo, los nombramientos de las magistraturas y de las jerarquías de instituciones autónomas) y que deben ser regulados para evitar la arbitrariedad que nos tiene donde estamos.
En virtud de la primera ley, se creó la arquitectura jurídica de la Administración Pública y, entre otras cosas, se regula el que las personas podamos reclamar al Estado y a sus funcionarios/as cuando, en el ejercicio de la función pública, se cometen errores; se establecen las reglas de responsabilidad y se regula la forma de proceder. Es tan sólida esta construcción normativa que no solo ha sido ejemplo y seguida en varios países de la región, sino que, desde su promulgación hace ya casi 50 años, ha requerido relativamente pocos ajustes, muchos de ellos reformas parciales y menores, lo que denota la fortaleza conceptual de la normativa, a diferencia de las leyes actuales que, apenas nacen, así sean surgidas de altos foros, ya requieren intervenciones quirúrgicas importantes. Por ejemplo, los artículos 15-17 de la LGAP establecen que los actos discrecionales solo proceden en ausencia de ley y, aun así, están sometidos a límites (entre ellos, los derechos de las personas) y sujetos a control jurisdiccional.
Gracias a la segunda ley se creó el control de constitucionalidad para que las personas tengan una mayor facilidad en la tutela de derechos. La jurisdicción constitucional fue una revolución silenciosa en democracia (sí, porque las revoluciones no requieren derramamiento de sangre, armas ni gritos estridentes; tampoco ruptura del orden constitucional) que empoderó a las personas sencillas para exigirles a quienes gobiernan el respeto de sus derechos, los cuales no son una concesión graciosa ni interesada de los detentadores del poder.
Si bien muchas de las magistraturas constitucionales que han desempeñado el cargo, sobre todo desde el voto que avaló la reelección presidencial hasta hoy, deslucieron –con su hacer y omitir subjetivo, ajeno a la adecuada aplicación jurídica– lo que tal normativa implicaba, los excesos y yerros de estas personas son eso y no responsabilidad de las normas.
Democracia, abuso de poder, policías y obediencia
En una democracia, el funcionariado público no es un “yes-man” que se limita a obedecer y los funcionarios policiales son parte de ese funcionariado público. No tienen “patrón”: no sirven a un director(a) o ministro(a) de turno, ni sirven personalmente a algún presidente de algún poder. Sirven a la población costarricense. Deben cumplir las funciones que la ley les confiere: ni más, ni menos. Excederse en sus competencias, o incumplirlas, les implica inexorablemente responsabilidad.
Por ello, esa LGAP redactada por don Eduardo prevé, desde 1978, que el funcionariado público no tiene deber de obediencia (sino, por el contrario, tiene el deber de desobedecer) cuando la orden que se le da es ajena a su competencia y cuando “el acto sea manifiestamente arbitrario, por constituir su ejecución abuso de autoridad o cualquier otro delito”. En esos casos, obedecer la orden “producirá responsabilidad personal del funcionario, tanto administrativo como civil, sin perjuicio de la responsabilidad penal que pueda caber” (artículos 108-109 LGAP).
Inclusive, si la persona funcionaria duda de estar en esas situaciones o surgen otras en donde su superior le da órdenes que le parezcan jurídicamente improcedentes, esa misma ley establece que el funcionario o funcionaria se exonera de su responsabilidad personal solo si consigna y envía “por escrito sus objeciones al jerarca, quien tendrá la obligación de acusar recibo”.
No puede desconocerse que allí donde hay arbitrariedad y abuso del poder, la desobediencia o la indicación de objeciones puede implicar la destitución del funcionario por quien se cree señor feudal. Lo hemos visto en El Salvador de Nayib Bukele al inicio de su administración, en los EE. UU. de Donald Trump, en la Venezuela de Nicolás Maduro o en la Nicaragua de los Ortega Murillo.
Empero, tal acto de despido por desacatar una orden ilegal o plasmar una objeción escrita a una orden ilegal, a la postre, no solo librará a la persona de sanciones civiles y penales, sino que, mientras haya Estado de derecho, es un acto que puede ser revertido e indemnizado ulteriormente.
Los “mandos medios” no obstruyen la labor del jerarca sino que deben reconducirla por las vías jurídicas en función de la protección del interés público. De quienes desempeñan la función pública esperamos que se comporten como funcionarios(as), no como lacayos.
¡Gracias a don Eduardo Ortiz por sus aportes! Honramos su memoria. Gracias a quienes organizaron tan oportunamente el evento.
rosaura.chinchilla@gmail.com
Rosaura Chinchilla Calderón es abogada y docente universitaria.