Los discursos políticos tienen una cosa en común: simplifican realidades complejas para crear narrativas épicas basadas en la dualidad del bien contra el mal. Tales simplificaciones permiten contar historias sencillas de comprender que persuadan a las personas sobre la necesidad de “hacer algo” que evite el triunfo del mal. A los convencidos se les califica de gente de bien por medio de un razonamiento circular inapelable: apoyo la causa por ser bueno y la causa me hace bueno.
Estas narrativas épicas no son, sin embargo, pura manipulación política. Hay algo de eso, sin duda; no obstante, poseen un trasfondo más profundo, anclado en la antropología humana: las personas requerimos hacer inteligible el mundo que nos rodea y las visiones precocinadas funcionan como atajos conceptuales que ahorran tiempo y esfuerzo a la hora de darle un sentido a la realidad.
Toda épica política implica una lucha de héroes contra villanos o, quizá más precisamente, de un “héroe”, adalid de lo que es justo y necesario, contra una pandilla de malos antihéroes, que sintetizan la vileza, iniquidad, depravación y corrupción de este mundo. La construcción del héroe, hombres por lo general (usualmente príncipes, caudillos, generales), es medular: sin ese individuo providencial, las gentes de bien quedan inermes frente al mal. Y, tratándose de héroes, la cosa es todo o nada: su personalidad puede tener deslices y facetas desagradables, pero ello es poca cosa frente a la magnitud de la causa que gracias a él saldrá victoriosa. De ahí que un héroe necesita y demanda apoyo incuestionable, pues la duda, al corroer la confianza en la bondad intrínseca de la causa, es cómplice del mal.
La historia está repleta de estas construcciones discursivas, sin contar las que aporta la mitología. ¿Serán centenares o miles de “epopeyas” las que se han pergeñado? De este universo, solo en contadas ocasiones la épica se acercó a la realidad. En el resto de casos, ni había lucha final ni héroes antológicos, sino conflictos de poder comunes y corrientes entre fuerzas e intereses políticos. Pese a este hecho, muchos, a veces la mayoría, creen en relatos épicos y héroes. Varguitas, descreído, prefiere aplicar, en política, el análisis concreto de la situación concreta antes que los relatos grandilocuentes. Entiende que las creencias y emociones juegan, pero ve las épicas como estrategias políticas.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.