Mi modesta experiencia, caprichosa como cualquiera, dice que en un país tropical nada se percibe igual, sea lo que sea, si se está en la costa que si es en la montaña. De modo que esta columna sería diferente si la escribiera en la montaña, pero ocurre que lo hago en la costa.
Como motivación, recordaré al compositor brasileño Jorge Ben, que solo pudo concebir la letra de su canción País tropical (quizá alguien la recuerde) al nivel del mar: “Vivo en un país tropical / bendecido por Dios / y bonito por naturaleza. / ¡Pero qué belleza!”.
Cuando se está junto al mar, se tiene más soltura, más ligereza, son menos las aprensiones y menor la previsión de las consecuencias civilizadas de cualquier cosa que hagamos. Aquí se tiene, en suma, más libertad, o una sensación más vehemente de la libertad que se tiene: en cambio, la visión cercana y cotidiana de las filas de montañas nos apercibe, y cuando miramos hacia la altura, todo es más incierto, el cielo aconseja escepticismo o prudencia.
Por ejemplo: hasta hace unos días, en la montaña, yo escuchaba hablar del trato criminal infligido a la población civil de Gaza, hombres, mujeres y niños; leía de la hambruna a que está sometida, y entre otros episodios de extrema barbarie, me remontaba al cerco de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial: el historiador Volker Ullrich, al que he recurrido con frecuencia, menciona el deseo de Hitler de que a esa ciudad se la dejara morir de hambre.
Hasta enero de 1944, según el mismo historiador, cerca de un millón de personas cayeron víctimas de aquel proyecto de exterminio puesto en práctica con el mayor cinismo, y refiere el testimonio de un prisionero de guerra en 1945: “El hambre es un medio diabólico de reducir al hombre al nivel de una bestia”.
Pero es junto al mar donde escucho extractos de los discursos que pronuncian en estos días los grandes y hermosos líderes del mundo en la Asamblea General de la ONU, y en la costa, la verdad es diferente: la hambruna de Gaza no existe; por el contrario, se reparte toneladas de alimentos y calorías suficientes entre la población y amablemente se la invita a que desaloje el territorio donde ha hecho su vida, con destino… a ninguna parte.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.