“Me incorporé al Colegio de Abogados el mismo año que vos”, me dijo la colega amiga a la que no veía desde hacía tiempos. Y sentenció: “Cuando ser abogado todavía era prestigioso”.
Esa última frase dolió en el alma, pues encierra una verdad que muchos preferiríamos no admitir: la de que, ciertamente, cuatro décadas atrás –la época a la que aludía ella– todavía se podía aspirar como profesional en Derecho a cumplir aquella máxima del Decálogo del abogado, publicado póstumamente en 1957 por el gran jurista uruguayo Eduardo Couture, que dice: “Ama tu profesión. Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que sea abogado.” Ahora, difícilmente.
En aquellos años, dedicarse a la abogacía realmente implicaba comprometerse con esa ética maravillosamente resumida por Couture en su tercer postulado: “La abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia”. Y afirmar, además, el anhelo del octavo: “Ten fe en el Derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como destino normal del Derecho; en la paz, como substitutivo bondadoso de la justicia; y sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay Derecho, ni justicia, ni paz”.
Esa fe guiaba a generaciones enteras. Sí, había mediocres y oportunistas, como en toda profesión, pero eran las excepciones que causaban revuelo. La regla –al menos en la mayor parte del gremio costarricense– era un apego a la excelencia que en la Facultad de Derecho nos inculcaron maestros como Alfonso Carro, Carlos José Gutiérrez, Sonia Picado, Miguel Blanco y Elizabeth Odio, por mencionar apenas algunos.
Hoy, lamentablemente, la mediocridad y los valores cuestionables marcan la nueva normalidad. Nos hemos acostumbrado a leer titulares sobre colegas acusados de estafa, falsedad ideológica o administración fraudulenta en perjuicio de sus propios clientes. O a enterarnos de requerimientos desde el extranjero por supuestos vínculos con narcotráfico internacional. O de investigaciones por legitimación de capitales y tráfico de influencias en distintas regiones del país. Según el Poder Judicial, los procesos disciplinarios y penales contra profesionales del Derecho han mostrado un aumento sostenido en la última década (Informe Estadístico del Poder Judicial, 2022), lo cual confirma esa percepción de goteo permanente.
Por su parte y desde hace años, el Colegio de Abogadas y Abogados de Costa Rica –la entidad cuya misión es precisamente realzar la profesión– no parece jugar ni querer jugar papel alguno en revertir la debacle. Lo afirmo con conocimiento de causa: hace varios años fui miembro de su Junta Directiva en dos ocasiones y me consta cómo la institución solía ser una voz calificada y respetada en los grandes temas nacionales. Hoy, por el contrario, el Colegio brilla por su ausencia en el debate acerca de los desafíos que enfrenta la Costa Rica de hoy y del futuro; entre ellos, el de la excelencia profesional.
De hecho, el Colegio ni siquiera se ve auténticamente comprometido con el mejoramiento de las condiciones del propio gremio. Un ejemplo concreto: desde el 2014, se debió dar cumplimiento a un fallo firme del Tribunal Contencioso Administrativo que lo obligaba a implementar un fondo de pensiones y jubilaciones de las y los profesionales. Más de diez años después, seguimos esperando. Para colmo, la actual Junta Directiva acaba de orquestar un sainete de cumplimiento de lo ordenado, mediante una acción que en modo alguno satisface los requerimientos de la resolución judicial ni las exigencias de la Supén, poniendo en entredicho el respeto a la ley por parte del ente gremial del cual uno precisamente esperaría un acatamiento incondicional.
Otro caso es el cierre de varias sedes regionales, que ayudaban a acercar la gestión administrativa y la formación continua a colegas fuera de la GAM.
Más bien, parece imperar una misteriosa opacidad en la institución. Por ejemplo, todas las semanas los agremiados recibimos un boletín electrónico (el cual es explícitamente calificado como “la herramienta oficial de comunicación del Colegio”), con anuncios de actividades, publicidad comercial de tiendas y excursiones turísticas, etc., pero en los que, extrañamente, nunca se incluyen las convocatorias a las asambleas en las que se deben discutir asuntos tales como la aprobación del presupuesto anual. Es como si existiera una secreta intención de que no participemos. ¿Será?
A lo que voy, en suma, es a que, en el contexto del desteñimiento generalizado de la profesión jurídica, pareciera imperioso que el Colegio de Abogadas y Abogados recapacite, se modernice y retome el liderazgo que tuvo. Y no solo en el mejoramiento de las condiciones y la excelencia de sus integrantes. En efecto, vivimos en tiempos en los que algunos buscan minar la institucionalidad democrática, la convivencia pacífica y el Estado social de derecho. Costa Rica afronta graves desafíos en materia de seguridad, transparencia y confianza pública. Sin embargo, el Colegio parece estar cómodo en la periferia del debate. Eso tiene que cambiar.
El Derecho sigue siendo –cuando se ejerce con rigor y valores– una de las herramientas más poderosas para la convivencia humana. Lo recordaba Couture hace casi siete décadas. Creo que aún estamos a tiempo de honrar ese legado.
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Christian Hess Araya es abogado e informático.
