Pero los datos dicen otra cosa. Primero, comparar el 2024 con el 2023 genera una falsa ilusión de mejora, porque ambos años han sido los más violentos en la historia reciente del país, por lo que es mejor comparar contra años previos y así analizar la tendencia de la inseguridad en el país.
Según el más reciente informe del Consejo para la Promoción de la Competitividad, la tasa de homicidios pasó de 11 por cada 100.000 habitantes antes del 2022, a 17,5 en marzo del 2024. A pesar de una ligera baja en los últimos meses del año pasado, la tasa cerró en 16,5.
Además, los homicidios no están distribuidos de forma aleatoria: el 42% ocurrió en las costas, donde solo vive el 21% de la población. Y la Gran Área Metropolitana (GAM) registró el 57% del total de delitos del país en 2024. Es decir, la violencia tiene rostro, territorio y patrón. Tres cantones alcanzaron tasas extremadamente altas: Parrita (101 asesinatos por cada 100.000 habitantes), Limón (85,5) y Matina (72,3). Y diez cantones concentraron la mitad de todos los homicidios del periodo 2022-2024, combinando territorios del Caribe, el Pacífico y el área metropolitana, como San José y Alajuelita.
La violencia en Costa Rica ya no es excepcional: es estructural. La dimensión de seguridad del Índice de Competitividad Nacional, que condensa seis indicadores delictivos, muestra también una caída sostenida desde 2020. Costa Rica pasó de 53 puntos a menos de 40 en solo cuatro años, en una escala donde 100 es lo deseable y 0 lo inaceptable.
¿Ha habido mejoras puntuales en algunos delitos? Posiblemente. Pero presentar una reducción en hurtos o robos como señal de recuperación, mientras los homicidios crecen en doble dígito, no solo es omiso: es irresponsable. Costa Rica no necesita más discursos tranquilizadores, sino respuestas proporcionales al tamaño del problema. Y cuando los homicidios suben, no basta con que bajen los robos.
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Andrés Fernández Arauz es economista.