Cada día leemos, escuchamos o vemos que una o más personas han sido asesinadas en Costa Rica. Aunque en ocasiones la noticia alcanza la portada de los medios, con el tiempo se diluye hasta convertirse en un simple dato estadístico. Solo los seres queridos de quienes han sido arrebatados tan brutalmente deben seguir adelante, rotos, enfrentando el dolor y la frustración de una pérdida que nunca debió ocurrir. Cargan con el absurdo de esa ausencia y con las consecuencias irreparables que deja.
La violencia, en todas sus formas, se ha vuelto parte de nuestra cotidianeidad. Y no es cierto que todas las víctimas hayan estado involucradas en guerras entre bandas criminales. Hay muchas personas inocentes, víctimas colaterales, que nada tenían que ver con actividades ilícitas y a quienes el Estado no pudo garantizarles su seguridad ni su derecho a vivir.
Pero también se mata con palabras. Con matonismo, con sed de poder, con menosprecio, con la perpetuación de una cultura machista, con ínfulas de superioridad. Existen muchas formas de ser vulnerado. Nuestra especie ha demostrado tener una imaginación vasta cuando se trata de inventar nuevas maneras de herir: a sus semejantes, a los animales, al ambiente.
En sociología, se habla de “violencia lenta” para referirse a aquellas catástrofes que no estallan de forma inmediata, pero que, cuando muestran su verdadero rostro, ya suele ser demasiado tarde. El cambio climático es un ejemplo claro, agravado por discursos negacionistas de toda índole, que alimentan la inacción.
La violencia ha estado con nosotros desde el inicio de la historia. Las guerras, los conflictos, los arrebatos, las enfermedades mentales, las pasiones desbordadas… Todo eso ha sido parte del paisaje humano. También lo ha sido la violencia ejercida por los Estados: desde el patrocinio colonial del comercio esclavista, hasta el apartheid en Sudáfrica; desde las leyes de Jim Crow en el sur de Estados Unidos, hasta legislaciones que condenan con la muerte a mujeres infieles en algunos países islámicos.
En el año 2025, desde la psicología afirmativa, el término “normalizar” tiene una connotación positiva: visibilizar la salud mental, los distintos tipos de cuerpos, la depresión posparto. La idea es romper silencios, derribar tabúes mediante el diálogo abierto e informado. Pero hay cosas que nunca deben ser normalizadas.
Me refiero a la desensibilización frente a la violencia. A esa pérdida progresiva de asombro ante hechos atroces, simplemente porque se repiten tanto que se integran al paisaje cotidiano. La exposición constante adormece. Aunque la capacidad de adaptación sea una ventaja evolutiva, también puede llevarnos a aceptar lo inaceptable.
¿Qué ocurre cuando un líder popular convierte la violencia verbal en herramienta de gobierno? Ocurre que sus seguidores se sienten legitimados para imitar esa conducta, para atacar instituciones, para socavar los cimientos de la democracia.
En algunos países, eso ha dejado muertos. El populismo radical hace ruido, pero rara vez tiene soluciones reales. A menudo, es solo un espectáculo que disfraza abusos mucho más oscuros.
El circo romano cumplía una función similar: ofrecer al pueblo un entretenimiento cruel, sangriento y controlado, en donde las víctimas eran escogidas con un fin político. Roma exportaba su poder a las provincias a través de la sangre. Hoy, los distractores son otros: temas polarizadores, noticias diseñadas para dividir, mientras en las sombras se toman decisiones que afectan profundamente a nuestras sociedades.
La hiperindividualización de la vida moderna ha erosionado nuestra empatía. Nos vemos menos, socializamos poco, la calle dejó de ser un espacio seguro. Los adolescentes se comunican más por pantallas que cara a cara. Ya existen hologramas táctiles, y llegará el día en que el contacto físico será solo un recuerdo.
¿A qué nos estamos acostumbrando? Responder esa pregunta es clave para entender en qué país nos estamos convirtiendo.
Yo no quiero que Costa Rica sea un lugar donde se normalice ningún tipo de violencia.
¿Y usted? ¿Qué va a hacer al respecto?
jaimerobletog@gmail.com
Jaime Robleto es abogado.

