Los bancos siempre colapsan porque no pueden atender los deseos de los depositantes de retirar sus fondos.
Ante la primera noticia de que un solo depositante no pudo recuperar su dinero, el resto se apresura a retirar el suyo, y aunque el banco disponga de un excelente índice de endeudamiento (relación deuda/patrimonio), el colapso es inevitable.
Esto porque, aunque ese índice tenga un nivel muy inferior al máximo recomendado (un 40 %), podría ser que los indicadores de liquidez sean tan bajos que solo soporte las erogaciones probables y no las que resultan de retiros impredecibles.
Las regulaciones exigen que los bancos cumplan, dentro de otros, con parámetros en relación con la estructura de plazos de los pasivos y los activos, grado de riesgo y liquidez de los activos, aparte de una apropiada suficiencia patrimonial donde se tomen en cuenta estos factores para la ponderación de cada uno de los activos.
Pero, además, hoy día, la regulación financiera también requiere que los bancos se sometan a pruebas de estrés que permitan identificar su capacidad de respuesta ante eventos extremos con el potencial de impactar su capacidad para atender obligaciones.
Dentro de esos eventos se contemplan cambios en el comportamiento de la economía debido a guerras, fenómenos naturales o políticas económicas equivocadas y, sobre todo, modificaciones en el riesgo por variaciones en las tasas de interés o en el tipo de cambio.
Por ejemplo, un banco costarricense podría ostentar índices financieros excelentes, pero si en su estructura de pasivos hay una elevada proporción de instrumentos en dólares en relación con sus activos en esa moneda, una prueba de estrés cambiario identificaría peligros y se aplicarían medidas para mitigar el riesgo de colapso frente a una devaluación.
En Estados Unidos, solo los bancos grandes o sistémicos (los que directamente pueden causar un caos económico si quiebran) están obligados a hacer análisis de estrés. Los bancos más pequeños no tienen ese requerimiento debido a modificaciones que se hicieron en el 2018, en el contexto de la narrativa neoliberal desregulatoria del expresidente Trump y el Partido Republicano (y una parte del Demócrata).
Por otro lado, esas modificaciones también permitieron a bancos medianos y pequeños registrar al valor facial sus activos correspondientes a inversiones en bonos del Gobierno (valor al vencimiento), aunque su valor de mercado haya variado.
Cuando ocurre lo inesperado: el caso del Silicon Valley Bank
Al Silicon Valley Bank (SVB) le hubiera dado enormes frutos someterse a pruebas de estrés relacionadas con las tasas de interés. En apariencia tenía una situación financiera sólida, pues por el lado de los activos tenía una fuerte proporción en inversiones en bonos del Gobierno y en otros instrumentos garantizados por el Gobierno.
O sea, disponía de una importante exposición ante los títulos más líquidos y mejor calificados en el mundo, tanto que se ponderan con un 0 % para propósitos de calcular la suficiencia patrimonial.
Sin embargo, ocurrió lo inesperado, lo no simulado en ninguna prueba de estrés y lo no tomado en cuenta ni por el banco, ni por los sectores interesados en su situación, incluidos los reguladores.
La pandemia y la guerra generaron inflación y para enfrentarla la Reserva Federal (Banco Central de Estados Unidos) elevó las tasas de interés. Esto movió a los depositantes del SVB a buscar tasas de interés más elevadas por sus recursos.
El SVB no podía complacerlos porque tenía esos depósitos invertidos en instrumentos del Gobierno a las tasas de interés bajas, las que existían antes de las que resultaron de la cruzada antiinflacionaria de la Reserva Federal. Entonces, los depositantes del SVB comenzaron a retirar sus recursos para invertirlos en instrumentos que sí pagaban las tasas más elevadas que ahora predominaban en el mercado.
El SVB solo podría haber satisfecho la demanda de retiros si hubiera vendido sus títulos de Gobierno antes de su vencimiento. Pero, ante el incremento de las tasas, estos títulos habían perdido valor de mercado.
Ya el SVB no podía esperar al vencimiento para obtener el valor facial de sus títulos, sino que se vería obligado a materializar las pérdidas. En vista de la noticia, los depositantes en estampida se apersonaron a retirar depósitos, ya no para buscar mejores rendimientos, sino para evitar su pérdida. Lo demás es historia.
Otros entes fueron afectados y las autoridades, una vez más, procedieron a interferir en las fuerzas de mercado con el fin de socializar las pérdidas y así evitar que los bancos sistémicos fueran contaminados por los temores de sus depositantes.
Los eventos dejan varias lecciones
Primero, al margen de caducas posiciones ideológicas sobre la sabiduría suprema de las fuerzas de la oferta y la demanda, cuando existen fallas de mercado es necesaria la intervención del Estado para rectificarlas.
En este caso, se trata de dos fallas evidentes. Primero, asimetrías en la información a disposición de los depositantes y la que, por otra parte, conocían las autoridades del SVB sobre la verdadera liquidez y el valor real de sus activos.
Con mejor información, los depositantes no habrían confiado sus ahorros a este banco.
La segunda falla de mercado presente en este caso, y en el de los mercados financieros en general, es la tendencia de agentes económicos a correr riesgos excesivos cuando saben que alguien más va a pagar si el riesgo se materializa en pérdidas (moral hazard).
Los peligros para la economía de una quiebra generalizada de bancos garantizan el rescate por parte de las autoridades, y ello provoca irresponsabilidad (y corrupción) en los ejecutivos bancarios.
Las numerosas experiencias en las que el resto de la sociedad tiene que hacerse cargo de sus malas decisiones inclina a esos ejecutivos a quedar bien con los dueños (y garantizarse sus enormes sueldos), asumiendo riesgos exagerados.
La segunda lección es que existen activos, como en el caso de títulos del Gobierno de Estados Unidos, que aunque tengan cero riesgo su valor de mercado no es constante, pues está sujeto a variaciones en las tasas de interés.
Curiosamente, los mismos políticos norteamericanos que defienden a ultranza la supremacía de los mercados aprobaron regulaciones para permitir a una buena parte del sector bancario de su país ignorar el mercado a la hora de registrar el valor real de sus activos.
La tercera lección es que los reguladores (las superintendencias) deben estar al servicio de la sociedad y no de los entes financieros o los emisores de títulos. Su función es proteger a los inversionistas y evitar a toda costa ser capturados por la amistad, la cercanía o la reputación de los que se fondean con los recursos del público para intermediar o para financiar proyectos.
Estos van a asumir siempre riesgos excesivos porque si fracasan los que pierden son los dueños de los recursos o los tributantes en general. La regulación prudencial debe presuponer esto como punto de partida, si aspira a desempeñar bien sus tareas.
La cuarta lección es que los bancos centrales no deben ser indiferentes a las secuelas paralelas de sus decisiones. Macroprecios, como la tasa de interés, tienen un impacto multiplicador en la economía real, lo cual debe ser sopesado a la hora de tomar decisiones.
El banquero central cuyo único objetivo es combatir la inflación puede terminar quemando la casa por asar el cerdo. En Estados Unidos, el incremento en la tasa de interés debilitó el valor de los activos de algunos bancos, lo que derivó en un costo elevado para la sociedad.
En Costa Rica, la misma política antiinflacionaria ha apreciado el colón en aproximadamente un 23 %, restando competitividad a varios sectores productivos (tal como fue advertido en este mismo medio en julio pasado “Costosa política antiinflacionaria”).
¿Qué puede pasar en Costa Rica?
Dichosamente, nuestro país no se verá afectado por los coletazos de esta crisis bancaria, como sí resultaron afectados bancos europeos. Esto, debido a que la mayor parte de nuestra actividad bancaria es propiedad de todos los costarricenses y en ella todos sus depósitos disfrutan de la garantía total del Estado.
Ante esa fuerte certeza de no quiebra, los depositantes nunca han corrido a sacar sus fondos de esos bancos. Así la garantía rara vez ha tenido que materializarse en costos para la Hacienda pública.
Ha habido serias crisis y quiebras bancarias, pero nuestro sistema las ha soportado sin alarmas. Ni la quiebra de las financieras en 1987, ni la del Banco Anglo en 1994, ni el cierre del Crédito Agrícola en el 2018, ni crisis bancarias mundiales como la del 2008, han hecho temblar nuestro sistema bancario estatal. Y si en algún momento hubiera que socializar pérdidas, no se trataría de una transferencia de la sociedad a unos cuantos banqueros, sino de la sociedad a la sociedad.
De ese modo, aparte de las ventajas distributivas derivadas de la propiedad mayoritariamente pública de una actividad especialmente concentradora de la riqueza como la bancaria, en Costa Rica nunca tendremos que aceptar el absurdo de que cuando se trate de ganancias bancarias estas sean privadas, pero cuando se trate de pérdidas, estás sean públicas, como ocurre en otros países.
El autor es economista.
