El conjunto de instituciones creadas tras la Segunda Guerra Mundial vienen sustentando el orden internacional. Cuestionadas frecuentemente, han demostrado ser altamente resilientes. Lo que no significa que sean invulnerables. Por el contrario, su eficacia puede erosionarse gradualmente, en especial, cuando son utilizadas como instrumentos geopolíticos en pugnas que se ubican más allá de su ámbito de actuación.
La investigación académica ha escudriñado hasta la saciedad los factores que fomentan la robustez institucional y aquellos que inciden en su fracaso. Un mensaje clave es que las instituciones prosperan cuando hay confianza. No sorprende, entonces, que el entramado del orden internacional esté en riesgo.
La administración del expresidente Donald Trump puso de relieve el déficit de confianza institucional. En apenas cuatro años, Trump redujo sustancialmente la financiación de su país a varias agencias de las Naciones Unidas, se desvinculó de diferentes acuerdos multilaterales, paralizó la Organización Mundial del Comercio y retiró a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud.
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El sistema multilateral superó las pruebas de estrés de los ataques de Trump, pero resultó debilitado. Asimismo, el final del trumpismo en la Casa Blanca no generó el respiro, mucho menos la reanimación, que algunos esperaban. Por el contrario, la confianza global en las instituciones ha seguido cayendo, según el barómetro de Edelman del 2021.
Los efectos de la covid-19 han resultado deletéreos. A pesar de algunos logros, las instituciones multilaterales no originaron la colaboración necesaria para afrontar la crisis de manera eficiente. La distribución de las vacunas es un ejemplo.
Surgen voces que dan por amortizada la arquitectura del orden posterior a la Segunda Guerra Mundial, con el argumento de que las instituciones que lo conforman han dejado de ser útiles. Para estos críticos, hablar de reformar órganos como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas u organismos como el Fondo Monetario Internacional tan solo distraen nuestra atención de la tarea esencial: descifrar cómo debería ser el nuevo orden. ¿Debería, por ejemplo, basarse más en formaciones ad hoc, como las que han proliferado en los últimos años?
La respuesta es simplemente no. Esas formaciones hasta el momento no han alcanzado, ni de lejos, la cooperación multilateral que el mundo necesita.
Los marcos de gobernanza tradicional muestran insuficiencias. Como observó recientemente Mark Leonard, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, las conferencias sobre el cambio climático de las Naciones Unidas “no han producido un modelo de gobernanza global que pueda dominar la política del poder, mucho menos generar una sensación de destino compartido entre los países”. Y la COP26 que acaba de concluir en Glasgow refuerza esa conclusión.
Si bien las instituciones internacionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial distan de ser perfectas, su historial colectivo sugiere que siguen siendo la mejor esperanza del mundo para hacer frente a los desafíos complejos que afrontamos. Como señaló recientemente Joseph S. Nye, de la Universidad de Harvard, las instituciones establecidas consolidan “patrones valiosos de comportamiento”, ya que sustentan un “régimen de reglas, normas, redes y expectativas que crean roles sociales, que conllevan obligaciones morales”.
Por supuesto, la mera existencia de instituciones no basta para ofrecer soluciones a los problemas del mundo. Como también señaló Nye, deben ser utilizadas de manera que “comprometan a otros a respaldar los bienes públicos globales” que promueven intereses compartidos a largo plazo.
Por ello, cabe hablar de error, de peligrosa conducta de la UE, la escenificación en el marco de la COP26 sobre la taxonomía de la inversión verde, que acabó en intercambio cáustico a tres bandas entre los pesos pesados renovables del bloque y quienes ven el gas (encabezados por Alemania) y la energía nuclear (Francia) como integrales para cualquier transición verde. Este debate sin duda mella la reputación construida tan trabajosamente por la UE como abanderada global de la sostenibilidad.
Si estas diferencias toman cariz de división en el seno de la UE, y encima se escenifican profusamente, es difícil imaginar consenso entre miembros de organizaciones globales, especialmente, en un momento de creciente competencia entre las grandes potencias. De hecho, las instituciones internacionales se están convirtiendo en teatro, y muchas veces en daño colateral, de enfrentamientos geopolíticos.
En los últimos años, China ha tomado medidas para expandir su influencia dentro de las instituciones multilaterales. Hoy, encabeza cuatro de las 15 agencias de la ONU, un logro que la ha ayudado a protegerse del escrutinio internacional.
También, está en el centro del reciente escándalo de manipulación de datos en el Banco Mundial. Una investigación independiente realizada por la firma legal estadounidense WilmerHale calificó de irregulares los datos utilizados para determinar el ranquin de China en las ediciones del 2018 y el 2020 del índice Doing Business (facilidad para hacer negocios).
La directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, que se desempeñaba como máxima responsable ejecutiva del Banco Mundial en el 2018, fue acusada de tener un papel central en el esfuerzo por impulsar el escalafón de China. En cuestión de semanas, el tradicional reporte anual Doing Business cesó, el proyecto se descatalogó y el puesto de Georgieva en el FMI estuvo en jaque.
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Finalmente, la Junta del FMI respaldó a Georgieva. Es más, la investigación de WilmerHale ha recibido fuertes críticas por su falta de pruebas y su manifiesto sesgo. Joseph E. Stiglitz, hábilmente, ha comparado todo el episodio con un “intento de golpe” destinado a neutralizar los esfuerzos de Georgieva por promover reformas audaces. Georgieva también ha sido justamente elogiada por su liderazgo durante la pandemia, incluido el uso sin precedentes del FMI de los derechos especiales de giro.
Pero, aun aclarado y superado, el desafortunado episodio Doing Business podría infligir un daño duradero a un sistema internacional ya asediado. Más allá de la erosión de la confianza en el Banco Mundial y en el FMI, el desarrollo del proceso ha puesto de manifiesto de qué manera las tensiones bilaterales pueden forjar —y distorsionar— las actividades de las instituciones multilaterales.
Así, si bien la pandemia de covid-19 ha resaltado las deficiencias de las instituciones internacionales, también puso de manifiesto, una vez más, que los mayores desafíos hoy son de naturaleza global.
Defender las instituciones multilaterales no es una manifestación de “nostalgia”. Es, más bien, un acto de realismo. No hay beneficiarios del deterioro sistémico del orden existente. La cuestión es la confianza pública: si esta se puede restablecer antes de que sea demasiado tarde.
Ana Palacio, exministra de Relaciones Exteriores de España y ex vice presidenta sénior y consejera general del Grupo Banco Mundial, es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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