No es casual que en los primeros textos de filosofía política, de Platón y Aristóteles, la educación fuera tema esencial. Tampoco lo es que esta fuera una preocupación central para ilustrados como Condorcet, Locke, Rousseau y Adam Smith.
Cada vez que se ha soñado con formas de organizar la vida en común de manera libre y cooperativa, las voces más lúcidas han advertido de que, para lograrlo, es clave, más que el diseño de las instituciones que ordenarán esa sociedad, la formación de las personas.
La democracia implica un sistema de valores, y no solo un sistema de toma de decisiones, lo que da de sí como régimen político depende en mucho de la fibra de su ciudadanía. La educación, la formación en cultura democrática, es la horma de esa ciudadanía. La vida en común requiere enseñarse. Si la organización política es democrática, más.
Nadie nace demócrata. Las virtudes cívicas no las llevamos en los genes. La democracia, como cultura que corrige códigos antropológicos de interrelación profundamente arraigados, necesita un denodado esfuerzo pedagógico.
Así, llegamos a dos conclusiones: nada es más fundamental en una democracia que la calidad de su ciudadanía y nada reemplaza el papel de la educación en el proceso de construirla. Si tantos acontecimientos políticos de los últimos cinco años en todo el mundo nos han dejado impávidos en nuestra perplejidad (desde la elección de auténticos charlatanes para los cargos más importantes de sus países hasta los más absurdos delirios anticientíficos), y si nos hemos visto en la paradoja de pasar de hablar de la era de la información a la de la posverdad, es, entre otras razones, porque olvidamos esas dos obviedades.
Las olvidamos o las creímos superadas. Resueltas. Resueltas como tantas cosas de nuestras vidas hemos creído resueltas por los aparatos tecnológicos. Pero lo cierto es que la democracia se desactiva silenciosamente cuando su ciudadanía se aplebeya, y no existe fibra óptica ni teléfono inteligente que lo impida, entre otras razones, porque en realidad ni son «ópticos» esos hilitos de vidrio o plástico, ni realmente «inteligentes» los teléfonos móviles que hoy usamos.
Siguen siendo, visión e inteligencia, atributos de organismos biológicos, y sucumbir al fetichismo de la jerga tecnocientífica nos ha hecho pensar que podemos suplir con chunches lo que solo las personas pueden hacer, porque solo el espíritu humano lo puede aprehender y cultivar.
Un buen ejemplo de ello es lo que, como país, hemos hecho desde hace años para cerrar las brechas digitales en Costa Rica: expandir el acceso a Internet. Como si entregarle un dispositivo con conexión a Internet a un estudiante bastara para que aproveche el mundo de oportunidades que esa red de redes global le abre. Como si eso fuera suficiente para que pueda navegar en el borrascoso mar del ciberespacio discriminando entre lo que lo perjudica y lo beneficia, y discerniendo entre lo falso y lo verídico.
En la medida en que los recursos de Fonatel se hayan empleado eficazmente en garantizar el acceso universal (de lo cual no estoy seguro), lo que hemos hecho es, solamente, abrirles a los muchachos un mundo de posibilidades que van desde visitar virtualmente los mejores museos del mundo u organizar redes de apoyo en sus comunidades hasta desarrollar prácticas de «ciberbullying» contra sus compañeros o involucrarse con organizaciones extremistas.
Es muy obvio: para explorar ese mundo abierto de forma provechosa, no basta el pasaporte. Se necesitan mapas. Adiestramiento. Conocimientos. El acceso es básico, pero todo se trata, a fin de cuentas, del uso.
Esa es la experiencia definitoria, el uso, y, por eso, la alfabetización digital, que es la educación para el uso, es imprescindible. Esa es la razón por la cual me parece tan valiosa la iniciativa para crear un programa nacional de alfabetización digital que se discute en la Asamblea Legislativa (expediente 22206), que reforma la Ley General de Telecomunicaciones para que parte de los recursos de Fonatel sean utilizados en una formación transversal en la materia en el sistema educativo del país, de modo que la Sutel continúe dirigiendo los proyectos de acceso universal y el MEP y el Micitt, los de alfabetización digital.
El Tribunal Supremo de Elecciones, a través de su Instituto de Formación y Estudios en Democracia, es pionero (en el país y en la región) de programas de alfabetización digital. Son esfuerzos ante la coyuntura de los procesos electorales que, no obstante su valor, evidencian un vacío: ejercemos nuestra ciudadanía cada vez más en un entorno para el que no ha sido ni pensada ni entrenada. Eso debe cambiar y la forma de hacerlo es incluyendo la alfabetización digital como un eje transversal de la educación básica del país.
Cuando los liberales costarricenses de finales del siglo XIX se dieron a la tarea de construir una nación, antes que en cédulas de identidad y derecho al sufragio pensaron en una reforma educativa. Como Platón, como Locke, Mauro Fernández lo vio con claridad.
Hoy es el Oxford Internet Institute, en su informe «Global Cyber Troops Country Profile: Costa Rica», el que nos advierte que «incrementar la alfabetización digital en el país es crucial».
Ojalá la Asamblea Legislativa tome nota y, aprobando este proyecto de ley, empecemos a construir la ciudadanía digital que dará vida, sentido y fuerza a nuestra democracia de hoy.
El autor es abogado.