Cuando veo esos viejos documentales sobre la quema de libros durante la Alemania nazi, me pregunto: ¿Y qué se habrán hecho esos que, sonriendo, arrojaban las obras y los otros que, curiosos, se divertían? Poco tiempo después, en las fotos sobre “la noche de los cristales rotos”, cuando miles de establecimientos de dueños judíos fueron vandalizados, ellos y sus familias apaleadas y deportadas a campos de concentración, muchedumbres contemplan esta tragedia como si nada: ¿qué se hicieron estos, los del silencio cómplice, a quienes que no movió el pelo tanta barbarie?
La respuesta es incomodísima: algunos habrán muerto en la guerra, pero la mayoría, una vez caído el régimen nazi, siguieron con sus vidas como si nada y hasta llegaron a ser respetadas personas en sus comunidades. Cuando los emplazaron, blandieron las excusas de siempre: “yo no fui, eran otros, siempre ayudé por debajo a las víctimas, había que sobrevivir”. Y, por supuesto, el recurso de echar todas las culpas al dictador y a su grupito. ¿Pero ellos? Cero mea culpas, nada, eso no es conmigo.
La verdad es que las dictaduras ejercen el terror político con la aquiescencia y, más al punto, la complicidad de muchos. Liquidan a sus adversarios y a cualquiera que designen como enemigo en el nombre de Dios, los obreros, la patria o lo que sea. Y todo el mundo lo sabe, Una “dictadura ilustrada”, la de un líder autoritario pero lúcido, con algún grado de autocontención y preocupado por el bienestar general, es rarísima. Las ha habido –digamos que el Singapur de Lee Kwan Yew podría calificar ahí– pero el chance es bajísimo. La norma son dictadores con personalidades mediocres, adictos al poder, crueles, promotores del culto a su personalidad, que usan el absolutismo para cortar cabezas y enriquecerse.
La cuestión es que a los colaboracionistas siempre les ha quedado muy fácil luego lavarse las manos, a lo Pilatos. Los que andaban en la calle haciendo mofa de los caídos y los que, desde los escritorios burocráticos, ejecutaban órdenes inmorales. El anonimato los favoreció y ellos, ni lerdos ni perezosos, aprovecharon. Y, tiempo después, hasta empiezan a añorar los “buenos tiempos” del dictador, que “no era tan malo”. Asoman las orejas. Como en España, a cincuenta años de la muerte del dictador Franco. O como en Rusia, hoy, con la reivindicación de Stalin. ¿Por qué volvemos a las andadas?
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.