El orden global internacional nacido de la Segunda Guerra Mundial ha quedado obsoleto. No es algo que haya ocurrido de la noche a la mañana: la necesidad de reformas ha sido evidente por mucho tiempo. Y, sin embargo, la transformación que se precisa es más amplia de lo que muchos piensan y más urgente que nunca.
No es difícil discernir las razones. El poder se distribuye entre nuevos (y más) actores. Los actores no estatales han ido ganando influencia. Y la cooperación internacional ha pasado de tener un enfoque estrictamente apegado a derecho, con reglas y tratados claros, a uno basado en derecho blando y la autorregulación. Un ejemplo es el acuerdo climático de París del 2015, que depende de las contribuciones definidas por cada país.
Para mantener la estabilidad en este contexto de mutación, al mismo tiempo que continuamos cooperando en áreas cruciales (como la no proliferación nuclear y el cambio climático), debemos repensar a fondo enfoques y estructuras.
El mes pasado, la 76.ª sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGA 76) ofreció un compendio de perspectivas sobre la situación actual del orden internacional y su evolución.
Más allá de las solemnes declaraciones y las previsibles listas de metas alcanzadas y retos por abordar, las visiones desgranadas en la sesión se distribuyen en cinco categorías: los portaestandarte, los actores ambivalentes, los «smooth operators» (sutiles extractores de provecho propio), los estrategas disruptivos y los renovadores.
No es de sorprender que la Unión Europea lidere a los portaestandarte. Porque existe solo en la ley y por la ley, la UE es la principal adalid del orden basado en reglas creado en la segunda mitad del siglo XX. Además, aspira a convertirse en potencia de regulación basada en valores. En árbitra mundial, sin dejar de ser actora relevante.
Resultó evidente en el discurso ante la Asamblea General del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, quien recalcó el protagonismo de la UE en iniciativas globales basadas en reglas y abogó por que el sistema de Naciones Unidas «vuelva a lo básico», entendiendo por ello la «primacía de las reglas».
Sin embargo, la postura de la UE tiene sus contradicciones. Cuesta cuadrar el gasoducto Nord Stream 2, que lleva energía rusa directamente a Alemania, con la retórica de la UE. Idéntico comentario merece el reciente pacto de defensa entre Francia y Grecia.
Siguiendo el precedente histórico, Estados Unidos continúa abanderando a los actores ambivalentes. Bien es verdad que EE. UU. encabezó la creación del actual orden internacional y ha desempeñado un papel decisivo durante décadas.
Así, firma muchos acuerdos que, en un porcentaje significativo, terminan sin ratificar. Al votar en contra de acceder como miembro oficial de la Liga de las Naciones —precursora de la ONU— pese a ser una creación del presidente Wilson, quedó marcada la tendencia.
El líder estadounidense actual, Joe Biden, se empeña en convencer al mundo de que «Estados Unidos ha vuelto» al centro del orden internacional, tras cuatro años del «America First (Estados Unidos primero)» de Donald Trump.
En su discurso ante la Asamblea General, explicitó que «para cumplir lo prometido» a su propio pueblo, debe también comprometerse «plenamente con el resto del mundo» y que para asegurar su propio futuro, deben «trabajar en conjunto con otros socios», sus socios, «hacia un futuro compartido».
Estados Unidos, sin embargo, está más polarizado que nunca y la administración Biden sigue diseñando una política de rivalidad con China. De hecho, gran parte del discurso de Biden fue dirigida implícitamente a Xi Jinping, su homólogo chino.
«No se equivoquen», declaró, «Estados Unidos seguirá defendiéndose» y también a sus aliados y sus intereses contra los ataques. «Defenderá nuestros intereses nacionales vitales contra las amenazas actuales e inminentes», recalcó.
Xi, el gran «smooth operator», eligió un camino distinto. En su mensaje por video a la Asamblea General —no ha salido de China desde el comienzo de la pandemia—, se distanció de sus últimos discursos de «guerrero lobo» y dijo lo que el mundo quiere escuchar: una visión de China como «constructora de la paz mundial» y «defensora del orden internacional».
Habló de solidaridad, cooperación «win-win» (en la que todos ganan) y un «verdadero multilateralismo». Claramente, Xi sabe aprovechar el lenguaje del derecho internacional, aunque la soberanía estatal (la «soberanía de Westfalia») es su norte.
Dicha soberanía estatal es también principio favorito del Kremlin, el más prominente de los estrategas disruptivos. Para el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, la soberanía es fundamentalmente incompatible con el concepto «occidental» de un «orden basado en reglas».
En su discurso subrayó una realidad que se suele obviar: Rusia no es una simple «aguafiestas». El populismo y la demagogia de Putin son parte de un esfuerzo cuidadosamente diseñado para socavar el orden mundial liberal.
Por último, pero no por ello menos importante, están los renovadores, con la India a la cabeza. En su discurso, el primer ministro Narendra Modi caracterizó a su país como la «madre de la democracia», con «una gran tradición democrática» que se remonta a «miles de años».
Su disociación de la democracia india del legado del colonialismo británico se inscribe en una corriente que busca insuflar nueva vida a instituciones sofocadas. Un planteamiento que emergió —en diferentes formas— en varios discursos de poderes medios.
Muchos son los observadores que se han precipitado en reconocer las nuevas alianzas, pactos y aproximaciones a la cooperación como señal del surgimiento de un nuevo «no orden» global a partir de las cenizas del orden liberal de la posguerra.
Desde este ángulo, las visiones destructivas o poco convincentes planteadas por algunos líderes en la Asamblea General parecerían confirmar esta opinión.
Frente a ellos, los portaestandarte deben impulsar un diálogo honrado y objetivo con los renovadores (y, obviamente, con Estados Unidos) para trazar un rumbo que no implique meramente aferrarse a las tambaleantes vigas del orden liberal fragmentado, sino que imagine una reforma significativa y bien pensada que se adapte al mundo actual. La Unión Europea debería estar a la vanguardia de esta labor.
Ana Palacio fue ministra de Asuntos Exteriores de España y vice presidenta sénior y asesora general del Grupo del Banco Mundial, hoy se desempeña como conferencista invitada en la Universidad de Georgetown.
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