Pues sí, señoras y señores, cumplo con un deber cívico al informar de que, en efecto, hay una campaña electoral en marcha y que en poco más de dos semanas elegiremos al gobernante del período 2022-2026. Ah, pero ¿cómo? ¿Ya lo sabían? Pensé que el carácter casi furtivo —sigiloso— de esta campaña había logrado que muchas personas se desconectaran de ella, preocupadas, como están, por el precio de la gasolina, la inflación o la guerra en Ucrania.
Porque, dejémonos de vainas, aparte de algún escándalo de finanzas públicas por aquí, un viaje inoportuno y mal explicado por allá y unas declaraciones acullá, estamos en una competencia política que un querido colega caracteriza “de baja intensidad”: partidos muy débiles y candidatos con limitados apoyos, mal valorados por una mayoría del electorado tienen problemas para estimular la participación ciudadana y una deliberación interesante sobre el presente y futuro de nuestra sociedad.
La expresión, por cierto, no es una ocurrencia. Tiene varios orígenes, uno de ellos, la teoría comparativa de la democracia, que acuñó el concepto de “ciudadanía de baja intensidad” para referirse a poblaciones formalmente de ciudadanos que no pueden ejercer sus derechos. La diferencia es que, mientras ese concepto se usó para caracterizar sistemas políticos que imponen barreras políticas a las personas, las elecciones de “baja intensidad” no se originan en algún bloqueo institucional, sino en partidos y candidatos que no “conectan” con los electores.
Esta situación es un serio problema para nuestra democracia. Ya sabemos que el próximo presidente tendrá un débil mandato político de origen. Quien quede, pasó a segunda ronda con una votación que en cualquier otra elección lo hubiese enviado a un tercer o cuarto lugar. Tendrá una minoría en un Congreso multipartidista y, de feria, en esta segunda ronda podría quedar elegido con relativamente pocos votos, en comparación con balotajes anteriores.
Esto nos lleva a otro tema. Cuando alguien gana en esas circunstancias, podría suceder una de dos cosas. La primera es que el nuevo presidente se aboque a crear la más amplia alianza posible de fuerzas para poder gobernar. La otra es que, precisamente por esa debilidad, no se sienta obligado con nadie: que diga “ganar es ganar”, trate de imponerse y embarque a la sociedad en una época conflictiva. ¿De qué lado caerá la moneda?
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.