
A todos nos conviene que la transición de gobierno sea lo más armónica posible. Al nuevo gobierno, en primer lugar, pues ha tenido poquísimo tiempo para formarse; dispone apenas de un mes antes de asumir funciones. Este corto lapso se hace aún más apretado ya que la administración entrante es un grupo de personalidades que empezarán a conocerse —”mucho gusto, encantado”— una vez que ocupen sus cargos.
Esa transición suave también conviene a la sociedad, pues la Magdalena no está para tafetanes. Con una situación internacional tan hostil al crecimiento y la prosperidad, lo menos que el país necesita son pleitos intestinos entre los que salen y los que entran. Los muchos problemas urgentes que enfrentamos —entre otros, las presiones inflacionarias, la falta de dinamismo en el mercado de trabajo, la implementación de la ley de empleo público, el manejo de las relaciones con Centroamérica y, en particular, con Nicaragua— requieren de cierto “espacio” de maniobra para que el nuevo gobierno presente sus propuestas específicas sin estar bajo fuego de artillería.
Una buena transición le sirve al mismo gobierno saliente para entregar las llaves de la casa de manera ordenada y, así, deslindar las responsabilidades sobre lo que está entregando. Y, finalmente, sirve a los partidos de oposición en la Asamblea Legislativa para “lamerse las heridas”, amalgamarse como fracciones parlamentarias y definir las líneas maestras de su acción política. Celebro, pues, que todo marche fluidamente durante la transición gubernamental. Es lo mínimo que puede esperarse de una democracia madura como la nuestra, un recordatorio sobre el gran tesoro que es la convivencia civilizada.
Dicho esto, no me hago ninguna ilusión sobre la longevidad de este ambiente de paz y armonía. Tiene fecha de caducidad: los fuegos reventarán pocos días después de que el nuevo gobierno asuma y enfrente las difíciles realidades de gobernar una sociedad cruzada por múltiples enfrentamientos no resueltos y actores procurando empujar la carreta por rutas muy distintas. Una vez que baje sus cartas y diga “esto es lo que me propongo hacer”, inmediatamente, las fuerzas se alinearán y empezará el marcaje implacable. El viento se llevará muchas promesas, como siempre, y mi única esperanza es que en los inevitables conflictos que se avecinan, siempre prevalezca el Estado democrático de derecho.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.