A las mujeres y hombres buenos se les dice buenos y de ahí no pasa el homenaje. A juzgar por la modestia del reconocimiento, la bondad es una virtud común. Pero ser en el buen sentido de la palabra bueno, como dijera Machado con sencillez luminosa, es todo menos sencillo.
Sin bondad, otras virtudes, más proclives a suscitar reconocimiento, pueden trocarse en vicios devastadores. No faltan ejemplos del daño causado por la inteligencia, la fortaleza y la perseverancia, para mencionar un puñado de atributos cuyo único valor está en el signo que los guíe. Quizá por eso Goethe advirtió que los pecados escriben la historia y el bien es silencioso, tanto así que a menudo sus factores pasan injustamente inadvertidos.
En esta época del año, festiva hasta el aturdimiento, la majestad de lo conmemorado no permite escapar a un momento de reflexión y recogimiento. Reconforta, entonces, sospechar que la bondad no escasea, aunque no escriba la historia, o no alardee de hacerlo, y seamos poco propensos a reconocerla. Todos la hemos palpado, merced, por igual, a gente sencilla y refinada. La vecina del caldo de pollo para el resfrío (la inolvidable doña Digna, allá en barrio Los Ángeles) y el médico entregado a la atención de niños en la unidad de cuidados paliativos, militan silenciosos en su causa.
No son personas comunes, pero sí suficientes para establecer el ejemplo y ponernos en contacto con lo mejor de nosotros mismos, cuando menos por la vía del agradecimiento. Pero si la bondad nos rodea en cantidad suficiente para palparla, falta rendirle homenaje y, quizá, darle la oportunidad de esbozar para la historia algunas páginas.
La historia es recuerdo y la época se presta para recordar. Conviene, pues, dejar asentada una historia de bondad. Guillermo García, mi hermano por escogencia y no biología, dejó su Asturias natal como tantos lo hicieron antes, con la esperanza de forjarse un futuro apenas imaginado. Trajo consigo su bondad. En los pocos días transcurridos desde su fallecimiento, personas de su entorno, algunas de ellas poco conocidas para su familia, han depositado en sus hijas una abundante herencia moral. “Me ayudó en esto”, “me salvó de aquello” y así, una larga serie de testimonios.
Si la bondad no escribe historias, las deja, cuando menos, inscritas en la memoria. A otros nos corresponde la obligación de contarlas para celebrar, con José Martí, a “los que aman y fundan”, no a “los que odian y deshacen”.