No es la primera vez en la historia que China es una potencia económica mundial. Acemoglu y Robinson, premios Nóbel de Economía, estiman que hace unos seiscientos años representaba cerca de una cuarta parte de la producción global. Su imperio mantenía una activa red de rutas comerciales que lo enlazaban con el sudeste asiático, el Medio Oriente y África. Acostumbrados a pensar a Europa como el centro del mundo, cuesta aceptar que el verdadero epicentro estaba en otro lado.
Por supuesto que China no era China tal como hoy la conocemos, de la misma manera que la versión medieval de Inglaterra tiene poco que ver con su Estado moderno: ni en fronteras, ni en lenguaje, ni en cómo sus habitantes se identificaban entre sí (haberle preguntado a un individuo en el siglo XIV si era “inglés” sería hablarle, pues, en chino mandarín) ni, por supuesto, en la manera que se producía y se gobernaba. Esto debemos tenerlo claro, pues hay ideologías que buscan la inmutabilidad en la historia como recurso para afirmar las posturas nacionalistas del presente.
La cuestión es que, a inicios del siglo XVII, los gobernantes chinos decidieron cerrar su imperio al exterior. Lo hicieron, en parte para consolidar su poder interno, evitar influencias corruptoras del exterior y, en parte, para evitar el robo de tecnologías por parte de extranjeros inescrupulosos. Fue una decisión desastrosa, adoptada en un momento cuando los europeos ya se habían lanzado a explorar y conquistar tierras, que inauguró una larga decadencia, culminada en los siglos XIX y XX con la sumisión colonial a las potencias europeas y, luego, a Japón.
Sé lo que están pensando, pero se equivocan. No estoy haciendo un paralelo con las decisiones comerciales o de inmigración que ha adoptado el gobierno norteamericano actual. No seré una lumbrera, pero tampoco pinto con una brocha tan gorda. Wait and see. Mi reflexión es distinta. Pienso en lo decisiva que es la política para la historia de los pueblos. Y pienso en mi país.
Si la poderosa China se equivocó y desmoronó sus propias fortalezas, ¿no estamos expuestos a hacer lo mismo? Oigo runrunes contra la democracia y a favor de un ejército, cárceles, líderes providenciales, o sea, lo que ha arruinado a América Latina. Y todo envuelto como remedio para resolver nuestros males. ¡Pero si prosperamos por habernos rebelado contra esas decisiones! Leamos historia.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.