
El 23 de junio de 2016, los británicos debían decidir en referéndum si permanecían o salían de la Unión Europea. Ganó la opción de salirse. Nueve años después, ya se sabe que no se cumplió ninguna de las promesas por las que votaron para dejar la Unión Europea: la economía se estancó, el PIB se redujo, la política británica se sumió en la inestabilidad, la inmigración no europea no disminuyó, y los 350 millones de libras con los que estamparon el autobús del Leave no se recondujeron de Bruselas al seguro social británico.
Pero, para mí, el más trágico es otro dato: al día siguiente del referéndum, cuando ya se sabía que había ganado la opción de salirse de la Unión Europea, las principales búsquedas en Google en el Reino Unido fueron “¿qué es la Unión Europea?” y “qué significa abandonar la Unión Europea?”. Un poco tarde, ¿verdad?
Todavía a principios de este siglo creíamos que Internet traería una era de más democracia, más participación horizontal de la gente y más transparencia de los gobiernos. Pero ahora resulta, según el Foro Económico Mundial, que la desinformación es el principal riesgo global para la humanidad…
Y, si lo piensan, es loquísimo: ¿cómo es que, en la llamada sociedad de la información, la desinformación se convirtió en la mayor amenaza y la posverdad en palabra del año del Diccionario Oxford? Quizá porque, al igual que en las inundaciones lo primero que escasea es, paradójicamente, el agua potable; hoy estamos tan inundados de contenidos y estímulos comunicacionales, que es muy difícil discernir lo valioso y verdadero entre tanta cosa banal y falsa.
Quizá porque hay toda una industria de la desinformación y el odio, produciendo e inyectando ignorancia y rabia en la sociedad con intereses muy específicos. Y llevan ventaja, porque la mentira, como cualquiera puede inventarla, es más barata que la verdad, que hay que descubrirla y a veces requiere formación especializada para hacerlo. Porque la mentira puede diseñarse para que sea reconfortante, mientras la verdad en ocasiones es descorazonadora. Y porque la mentira puede simplificarse para que sea fácil de entender, pero la verdad suele ser muy compleja.
Cuando hablamos de desinformación, hablamos de un fenómeno muy grave en tres sentidos. Uno, daña la convivencia. Nos roba la paz. Si la conversación pública en plataformas digitales está intoxicada de miedo, ira y envidia, va a ser dificilísimo entendernos y llegar a acuerdos entre nosotros.
Dos, reduce nuestra capacidad para controlar al poder, que es la única forma de asegurar nuestra libertad. Cuando alguien nos manipula y engaña, nos hace menos libres. Decía Arendt, que el “súbdito ideal del régimen totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino aquella persona para la que ya no es relevante la diferencia entre realidad y ficción, verdadero y falso”. Si los ciudadanos no tenemos criterios ciertos para distinguir verdad de falsedad, estamos en las manos de los que mandan. Por eso, con esto de la posverdad, no nos jugamos un asunto moral, de valores o la democracia en un sentido abstracto. ¡Nos jugamos nuestra libertad!
Tres, socava el conocimiento, y, por ahí, pone en riesgo nuestra propia supervivencia. Miren, la acumulación y difusión de conocimiento ha sido clave en nuestra supervivencia como especie y en la de cada cual individualmente. Advertimos riesgos, nos anticipamos a ellos y construimos soluciones, sobre la base de conocimiento. Si perdemos eso, porque nos convencen, por ejemplo, de que el calentamiento global es un cuento o de que las vacunas son un invento para instalarnos chips en el cuerpo, estamos coqueteando con nuestra extinción.
Sí. La desinformación es una grave amenaza para la paz, para la libertad y para nuestra supervivencia como especie. La democracia y los derechos humanos no son fruto de una evolución natural ni están garantizados en el futuro. Son una recientísima excepción en milenios de una historia de violencia en la lucha por el poder (249 años de los 300.000 del homo sapiens), y nada garantiza que no acaben siendo solo un breve capítulo de esa historia.
Para que Belén –así se llama mi chiquita de 10 años y, para serles absolutamente franco, por ella sigo en pie de lucha– y todos nuestros niños puedan tener un mañana en paz y libertad, un mundo respirable, donde las personas puedan entenderse, veo cuatro líneas de acción prioritarias:
La primera: regular a las empresas de plataformas. Las democracias más avanzadas ya lo están haciendo. ¿Por qué no damos ese paso nosotros? Por ejemplo: prohibir cuentas automatizadas que simulen ser personas para engañarnos.
La segunda: proteger el periodismo profesional. No podrá existir nunca una democracia sin prensa libre e independiente y por eso nos importa a todos, no solo a los periodistas, que existan las condiciones para que puedan ejercer su oficio.
La tercera: incorporar transversalmente a la educación básica la alfabetización mediático-digital. Ofrecerles a Belén y sus compañeritos los conocimientos y destrezas para desenvolverse en entornos digitales. Nuestros niños, lamentablemente a edades tempranísimas, ya están inmersos en pantallas conectadas con el mundo… con lo mejor, pero también con todo lo peor del mundo. Vulnerables, expuestos. Y como han demostrado las pruebas del Marco global de evaluación de la Unesco, cuanto más y mejor formación mediático-digital tenga una persona, más resiliente será a la manipulación y los discursos de odio.
La cuarta es la responsabilidad personal. La veracidad, como virtud, no es solo la disposición a ser sincero; es también amor por la verdad, no en sentido abstracto, sino en cosas muy concretas. Cuando discuto, ¿lo que más quiero es que me den la razón, o de verdad tenerla? Cuando busco información, ¿me quedo con la que confirma lo que ya creo, o me empeño en conseguir la que es más sólida, aunque vaya en contra de mis creencias? ¿Qué prefiero, lo que me haga sentir bien y me dé paz, o lo que sea verdad, sin importar cómo me haga sentir? Claro que las redes sociales y sus algoritmos son importantes, pero la posverdad tiene que ver, sobre todo, con cómo somos los seres humanos y qué tanta valentía tenemos para asumir los hechos y enfrentarnos a la realidad como es, sin evadirla.
Y en cuestiones políticas, ¿las falsedades y medias verdades me repugnan siempre, vengan de quien vengan, o si son a favor de mis posturas y en contra de los otros, no me parecen tan graves? ¿Hago un esfuerzo por comprender los puntos de vista distintos a los míos o, antes de que siquiera los expliquen, ya “sé” por qué están equivocados?
Tom Steinberg, experto en tecnologías de interés público, cuenta que, al día siguiente del referéndum del brexit, empezó a buscar en Facebook personas que, a diferencia de él, estuvieran celebrando el resultado. No le salía nadie. Todos estaban tan molestos con el resultado como él. ¿Cómo era posible que más de la mitad de los británicos hubiera votado por abandonar la Unión Europea, y él, aunque lo intentara, no pudiera encontrar esas celebraciones en su Facebook? Precisamente por eso, porque era su Facebook. Personalizado. Hecho a la medida de sus preferencias y visión de mundo. Una cámara de eco creada a imagen y semejanza de sus posiciones sobre distintos temas, y sus deseos sobre cómo deberían ser las cosas.
Amar la verdad es, también, abrazar la pluralidad del mundo. El hecho innegable de que pensamos distinto, pero, derivado de eso, la verdad política por excelencia: que, si bien nunca coincidiremos del todo, podemos respetarnos unos a otros, comprendernos, y llegar a acuerdos para convivir en paz.
Para eso, para tomar nota de que los otros también tienen sus razones, conviene que apaguemos un ratito ese interminable pleito entre avatares en pantallas de redes sociales (en las que uno siempre trata de quedar bien con los de su propia tribu), y volvamos a conversar tranquilamente, sin espectadores haciéndonos barra, cara a cara, mirándonos a los ojos, con los que piensan diferente a nosotros, pero que comparten nuestra común humanidad: vidas breves, cuerpos frágiles y una profunda codependencia unos de otros y respecto de nuestro maltratado ecosistema. Tres grandes verdades que nos unen y a partir de las cuales podríamos buscar la concordia entre nosotros.
tavoroman@gmail.com
Gustavo Román Jacobo es abogado. El autor presentó esta ponencia en el más reciente TEDxPura Vida, el pasado 7 de agosto en el Auditorio Nacional, en San José.