Si pensamos en una administración de gobierno como si fuera una partida de ajedrez, el juego no se decide en las movidas iniciales, pero errores allí condicionan como termina
Cuando se comparan las competencias constitucionales y legales del Poder Ejecutivo costarricense con las de sus homólogos latinoamericanos, el nuestro sale entre aquellos con menores poderes. En algunos países, por ejemplo, los decretos del Ejecutivo poseen, bajo ciertas circunstancias, rango de ley; en otros, tienen la facultad de enviar ciertos proyectos al Congreso y a los diputados no les queda otra que aprobarlos o rechazarlos dentro de un plazo.
Los sistemas políticos latinoamericanos se enferman de hiperpresidencialismo pues tienen Ejecutivos muy fuertes, con capacidad para arrinconar a otros poderes del Estado e, incluso, subordinar a la sociedad civil. Además de las razones legales, ese hiperpresidencialismo está anclado en el control de unas fuerzas armadas que mal disimulan su supuesta subordinación al poder civil.
En Costa Rica, por razones que pueden trazarse hasta la Constituyente de 1949, el Ejecutivo no se le puede «montar» a la Asamblea Legislativa o al Poder Judicial. Este último puede «apearse» cualquier acto del Ejecutivo, especialmente mediante una poderosa Sala Constitucional. Además, la arquitectura misma del Estado hace que una buena parte del sector público posea autonomías constitucionalmente garantizadas y, detalle nada menor, el Ejecutivo carece de un ejército para amedrentar a los demás. En otras palabras, aquí tenemos, más bien, una especie de «hipopresidencialismo».
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No quiero decir con esto que el Ejecutivo costarricense sea un actor debilucho. Puede hacer y mucho, pues comprende a un amplio conjunto de ministerios de línea que ejecutan política pública en áreas muy diversas. Me refiero, sin embargo, a lo siguiente: el Ejecutivo está obligado a negociar con otros poderes del Estado e, incluso, con otros centros de poder del sector público a la hora de implementar la política pública. A punta de «decretazos» no llega muy largo, aunque tenga éxitos de corto plazo en la opinión pública. Hay muchos actores con capacidad de veto y esto, repito, por diseño constitucional. Es un tema de realpolitik.
Vean que a este punto no he metido el tema de la presencia minoritaria del oficialismo en el Congreso, una variable que complica la ecuación. Por eso, si pensamos una administración de gobierno como si fuera una partida de ajedrez, el juego no se decide en las movidas iniciales, pero errores allí condicionan como termina.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.