El 8 de diciembre, Eduardo Ulibarri planteó que, como alternativa a la agenda gubernativa, los actores mediáticos, políticos y sociales independientes deberían también impulsar agendas alternas y relevantes que escruten la realidad tangible y estimulen un debate público más sensato y visionario, que neutralice los ruidos y odios inducidos.
Rodrigo Arias, por su lado, escribió el 19 del mismo mes que hay que “recuperar las luces largas”, que deberíamos reflexionar sobre el país que queremos y los medios necesarios para serlo, y crear una Hoja de Ruta Estratégica para el Desarrollo Nacional. Además, invitó a alzar la mirada y discutir una verdadera agenda nacional.
Tales propuestas eran urgentes hace cinco décadas, cuando afloró la improvisación en las discusiones sobre el fenómeno público y sociopolítico aparente, es decir, uno que nunca partió, como la ciencia exigía, de los parámetros tangiblemente ordenados en la Constitución. O sea, las “luces largas” que casi nadie quiso ver.
Bastaba con reconocer la “agenda estratégica relevante” en la Constitución y dos leyes esenciales —la 5525 de 1974 y la 6227 de 1978— para actuar con la disciplina mental y fáctica común en sociedades desarrolladas.
El imperdonable vacío se mantiene todavía hoy en partidos y gobernantes, y en el flácido control y exigencia de cuentas por quienes están obligados a hacerlo.
El país cayó en un peregrinaje deambulatorio de actores clave que llegan al poder prefiriendo invisibilizar el modelo constitucional que, lacónicamente, juran cumplir.
Mientras estos persistentes vacíos mayores no se reconozcan como la “madre de las agendas relevantes”, ningún especialista o erudito podrá percibir a cabalidad la “causa madre” de nuestros fracasos crecientes (no es la falta de recursos) en educación, salud, ambiente, urbanismo, vivienda, agricultura, industria, trabajo digno, seguridad social, protección de la familia, puertos, infraestructura vial, seguridad ciudadana y, peligrosamente, turismo.
Presidencias ejecutivas
En 1970, con la infame ley 4-3 y en 1974 con la 5507 de presidencias ejecutivas, se instauró el gran jolgorio político en los entes autónomos sin nunca lograr mejoría en la coordinación entre ellos ni con el gobierno, pero sí empeoró el buen desempeño unilateral que todos mostraron hasta 1970, y entronizaron una creciente corrupción de nuevo cuño. Sin embargo, dicho fenómeno del conjunto nunca ha sido considerado “relevante”.
Si bien existe una iniciativa legislativa para eliminar la presidencia de la CCSS, debido a la descarada injerencia que se le atribuye al mandatario, un año después de instaurado el régimen, Ofiplán había demostrado técnicamente que el régimen en su conjunto era espurio por invasivo y servil.
Los entonces gerentes de carrera, salidos de las entrañas de los mismos entes, prefirieron pensionarse o renunciar, lo cual inauguró el festín partidario de llevar amigos y exdiputados para ocupar esos cargos.
Si hubiera habido Sala IV en aquellos años, seguramente el régimen no existiría, pues todito garantizaba una injerencia partidaria nociva en los actos de la totalidad de los entes, no solo en la CCSS.
Pocos se asombran de tantos puestos gerenciales y técnicos de confianza en esas instituciones, y parecen no reparar en que la noción de “confianza” es la que en Europa entronizó el mérito, la carrera administrativa y la estabilidad burocrática al servicio del desarrollo nacional, no de partidos.
Aquí, para envidia del resto de Latinoamérica, se buscó instaurarla en el Estatuto de Servicio Civil de 1953 y en el régimen de autonomía constitucional.
Por desgracia, en estos últimos fue violada mediante las leyes 4-3 y 5507. En el Gobierno Central, se dio un grosero vuelco en 1998 —sin que nadie le otorgara carácter de “agenda relevante”— con la reforma del artículo 4 del Estatuto que convirtió en “confianzudos” los puestos de todo jefe dependiente de ministros y viceministros.
Antes eran solo 10 en el despacho del ministro, ahora son legiones las caras jóvenes en puestos clave que en Europa y aquí antes eran privilegio de personas con canas a raíz de los años de servicio estable y meritorio.
Tampoco a casi nadie perturba que una ministra de Vivienda funja como presidenta ejecutiva del INVU o que presidentes ejecutivos sean nombrados ministros sin cartera, a pesar de las prohibiciones en el artículo 143 de la Constitución y el 4 de la Ley 5507.
Desconfianza
Paralelamente, casi nadie ha querido reconocer desde 1978 como “agenda relevante y oportuna” que, para evitar la inevitable politización creciente de gerencias, jefaturas y personal en entes autónomos, resultaba indispensable eliminar las presidencias ejecutivas (¿escucho risitas?).
El régimen de dirección (Ley 6227) hacía innecesario tener en las juntas directivas a jerarcas serviles, y menos, convertir, desacatando el mandato constitucional del 188, a los demás directivos y personal de carrera en advenedizos partidarios de “confianza” de una administración que inevitablemente resultan de desconfianza de la siguiente.
Lo correcto para evitar el desastre inminente era que los actores “mediáticos, políticos y sociales” reconocieran como “agenda relevante” exigir cuentas a cada ministro, en tiempo real, sobre los entes de cada sector que debían actuar según políticas gubernativas integradas, no desarticuladas entre ellas ni de las ricas leyes orgánicas de ministerios y otras entidades de cada ramo o sector.
La sencilla práctica relevante era increpar o censurar a los ministros fallidos o ineficaces y contribuir a podar las malas hierbas en un gabinete (la oposición nunca ha ejercido el indispensable control político mediante ministros sombra sectoriales).
El juez italiano Di Pietro hurgó en los noventa, a partir de un caso de corrupción en un pequeño asilo, y jaló y jaló la cuerda hasta descubrir una red de corrupción en la completa institucionalidad pública y empresarial italiana, que extinguió a los partidos socialista y democristiano cuando sus dirigentes acabaron en la cárcel o exiliados.
Nuestra Constitución y las dos leyes mencionadas introdujeron una red de mayor tramado que la que jaló Di Pietro. Si solo se hubiera reconocido el modelo del país y las prácticas normadas desde 1949 con esas adiciones agregativas de 1974 y 1978 (revertidas las disgregativas de 1970, 1974 y 1998), la aspiración de aprender mejores prácticas no habría pesado para afiliarnos a la OCDE. No, porque nos habríamos afiliado como un país altamente desarrollado.
Solo hay que reconocer y tutelar en serio, cada uno en su ámbito, las normativas superiores e instrumentales que configuran nuestro régimen social de derecho. ¿Es mucho pedir?
El autor es doctor en Ciencias Gubernativas por la London School of Economics and Political Sciences, autor de nueve libros, múltiples investigaciones y artículos científicos sobre temáticas públicas y de desarrollo del país y América Latina.