Muchas veces me he preguntado, cuando leo acerca de las épocas de decadencia en la historia, si algo les pasó a las personas de entonces, sea en China, Roma, los mayas, el califato abásida, la España de los Hapsburgo o el imperio parto: ¿es que de repente se murieron los inteligentes? ¿Les cayó una epidemia de estupidez? ¿Demasiada parranda? ¿Andaban dormidos? ¿Les valía madre todo? En resumen, ¿por qué de repente empezaron a triunfar los mediocres y los peores, si todo el mundo sabía que se estaban yendo al despeñadero?
Algunas de estas preguntas las había planteado aquí años atrás. Lo siento mucho por eso, pero es difícil para mí no repetirme luego de tantos años de escribir semanalmente. Sin embargo, no todo es reiteración. Hoy me invade una urgencia que entonces no tenía, porque la verdad es que en poco tiempo el mundo cayó patas para arriba: que Ucrania, que Gaza, que las interminables masacres en Sudán y la tragedia de los Rohingya; que las regresiones democráticas, que la sonrisa satisfecha de los autócratas y su cháchara de vivir ciento cincuenta años, que la prepotencia de los billonarios y su afán de reconstruir el mundo a su antojo, pese a quien le pese. Y, quizá lo más doloroso, los perdedores de la globalización aplaudiendo la acumulación sin freno de riquezas y de poder, como si fueran a recibir algún beneficio. Quizá me falta desfachatez y audacia y eso me tiene “out”.
Pero donde uno ve graves tormentas, otros otean un futuro venturoso. No ve, Varguitas, la promesa de la inteligencia artificial. Cuándo, dígame cuándo, la tecnología ha solucionado tantos problemas como hoy y solo espérese a lo que viene. ¿No ve que ahora la gente vive más y mejor? Encuéntreme por favor la edad dorada que usted tanto añora. Recuerde, además, que la añoranza es cosa de viejos y, si le da por ahí, mejor deja el campo a otros y se sale solo. Y, entonces, humildemente bajo la cabeza.
Quizá lo que no estoy entendiendo es que a grandes promesas, grandes riesgos. Las cosas pueden salir mal, pero siempre ha sido así. Tal vez hay algo de razón en el llamado a destruir lo existente. Sin embargo, una mirada a la historia me enseña que los intentos de refundar el mundo desde sus raíces siempre terminaron en tragedia. Es la intuición de un grave peligro que se avecina lo que me enerva. Y, encima, me da por leer La carretera, del gran escritor Cormack Mc Carthy. Justo ahora.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.