
La actitud valiente y decidida de una madre que, a pesar del profundo dolor que vive, ha tomado la decisión de investigar y conocer el impacto del bullying en la muerte de su hijo y cómo corresponde sentar responsabilidades, obliga como mínimo a reaccionar desde lo individual y ojalá desde el Estado.
El maltrato entre pares o bullying ha existido en las escuelas y los colegios desde siempre y ha sido considerado un proceso normal dentro de una cultura del silencio que ayuda a su perpetuación. Este es un comportamiento agresivo que incorpora tres elementos: desbalance de poder, que se ejerce en forma intimidatoria al más débil, por lo tanto, escogido y no al azar, con la intención premeditada de causar daño y que es repetido en el tiempo.
Los varones victimizan más que las mujeres y utilizan más la agresión física y verbal; las mujeres usan más la agresión indirecta relacional, esparciendo rumores o excluyendo socialmente. A lo anterior se suma el ciberbullying, que es el acoso o matonismo efectuado bajo anonimato por Internet, usando blogs, correos electrónicos, chats y teléfonos celulares, mediante el envío de mensajes intimidatorios o insultantes.
En esta dinámica, las víctimas son percibidas como inseguras, sensitivas, poco asertivas, físicamente más débiles, con pocas habilidades sociales y con pocos amigos, usualmente buenos estudiantes. El impacto del bullying hace que las víctimas lleguen a presentar ansiedad, depresión, deseo de no ir a clases o ausentismo escolar, con dos a cuatro veces más problemas somáticos que sus pares no victimizados, con presencia de ideación, gestos o intentos suicidas, o el suicidio, en condiciones extremas.
Los agresores o bullies son físicamente más fuertes que sus pares, dominantes, impulsivos, no siguen reglas, tienen baja tolerancia a la frustración, son desafiantes ante la autoridad, poseen buena autoestima, tienen actitud positiva hacia la violencia, no empatizan con el dolor de la víctima, ni se arrepienten de sus actos. Como consecuencia de su conducta, adquieren un patrón violento para relacionarse con sus pares, y así consiguen sus objetivos con éxito y aumentan su estatus dentro del grupo que los refuerza.
Estas personas tienen alto riesgo de desarrollar en el futuro otras conductas más graves, como mal rendimiento académico, fracaso escolar, vandalismo, uso o abuso de alcohol y otras drogas, portación de armas, robar y ser sometidas a procesos judiciales por conducta criminal en un 40% a la edad de 24 años (Olweus); de ahí que cualquier intervención debe incorporarlos.
Dentro del universo de esta problemática compleja, el bullying no puede verse como una situación solo entre dos personas, sino que están también involucrados los espectadores o testigos (estudiantes, profesores, administrativos). Estos juegan un papel central, ya que pueden reforzar o prevenir y limitar la conducta violenta.
La violencia que afecta a adolescentes y jóvenes debe también entenderse como influenciada por la combinación tóxica del deterioro de condiciones estructurales a consecuencia de la desigualdad, la pobreza, el consumo y tráfico de drogas, el debilitamiento de la contención familiar, un modelo educativo competitivo academicista expulsivo, la falta de oportunidades, el abandono de actividades esenciales para el desarrollo saludable y su consecuencia en el deterioro de la salud mental.
Dada la prevalencia de este problema, que algunas investigaciones ubican entre un 9% y un 54%, y al impacto negativo que potencialmente tiene sobre todos los involucrados, los profesionales de la Clínica de Adolescentes del Hospital Nacional de Niños y la Asociación Pro Desarrollo Saludable de la Adolescencia han llevado a cabo dos investigaciones para explorar el tema y las condiciones de adolescentes escolarizados.
En 2014, una encuesta a un total de 4.630 estudiantes de 51 colegios de todo el país, encontró un 24% de estudiantes que reportaban ser víctimas de bullying.
Para ellos, la forma más frecuente de amenaza o maltrato es poner un apodo ((en un 53,3% de los casos), molestarlos (41,3%), el maltrato físico o los insultos (31,5%), ridiculizarlos (30,4%), rechazarlos (24%), aislarlos (15,6%), robarles sus pertenencias (12,4%) y amenazarlos con armas de todo tipo (10,8%). Claro está que las anteriores situaciones también se pueden dar combinadas.
Con una segunda encuesta llevada a cabo a finales de 2019, para la que se entrevistaron 9.223 estudiantes de 101 colegios de todo el país, se documentó que el 13% de los estudiantes reportaron haber planeado suicidarse, el 9% había llevado armas en la calle y el 5% en el colegio, el 30% eran víctimas de bullying, el 15% había utilizado drogas ilícitas y el 57% había consumido alcohol.
Ante este panorama, que muestra cifras y consecuencias significativamente negativas sobre los involucrados y en vista de que los datos sugieren que dicha problemática va en aumento, es urgente replantear estrategias para la prevención. La violencia permea todos los ámbitos y los adolescentes y jóvenes están entre los más afectados, como víctimas y victimarios.
Lo anterior implica, necesariamente, un enfoque sistémico y multidisciplinario que debe involucrar todos los subsistemas (estudiantes, administrativos, profesores, otros profesionales escolares, familias y comunidad), sin perder de vista que la prioridad es la protección de la víctima, interviniendo con todos los involucrados y teniendo claro que la responsabilidad de liderar el proceso es, ineludiblemente, del colegio o la escuela.
Los maestros y profesores deben garantizar la seguridad de la víctima; debe haber en la escuela o colegio un adulto identificado a quien recurrir ante intimidación.
Además, se deben separar víctima y victimario en las aulas, supervisar en las horas y lugares de mayor riesgo, enfrentar al agresor y que haya no aceptación del comportamiento violento, y deben existir sanciones claras que se apliquen efectivamente.
El centro educativo debe intervenir directamente con el agresor y su familia y ofrecer alternativas de atención en la escuela o colegio, si existe el recurso, o hacer referencias con seguimiento para el agresor y su familia.
Finalmente, debe ser claro y contundente el mensaje de que en los centros educativos el bullying es una conducta no tolerada, inadecuada y que, si persiste, produce consecuencias reales.
La máxima debe ser que, si bien la disciplina y mantener el orden son indispensables para que los docentes puedan ejercer su papel, igual de importante es que los estudiantes encuentren en el ambiente educativo un espacio de contención y de oportunidades para el desarrollo de su potencial.
Una función básica de todo centro educativo es proteger a los alumnos del maltrato por parte de otros niños, niñas o adolescentes. Y esta es una obligación.
morabecr@gmail.com
Alberto Morales Bejarano es pediatra; fue fundador de la Clínica del Adolescente del Hospital Nacional de Niños y su director durante 30 años.
