La Municipalidad de San José recoge de las calles veinte toneladas de basura a la semana, entre bolsas herméticamente cerradas y la que se arroja en cualquier parte por manos completamente huecas.
Una tonelada equivale a mil kilos, lo que significa que los empleados municipales que recorren las arterias del cantón josefino retiran 20.000 kilos semanalmente. Es una cantidad asombrosa para un país que se promueve en el extranjero como un destino “límpidamente” ecológico.
En una de las páginas del Instituto Costarricense de Turismo (ICT), se lee lo siguiente: “Visitar Costa Rica es una oportunidad para conectarse con la esencia de la vida”.
Quiera el cielo que los turistas no se enchufen con la suciedad que se amontona en San José para que no retornen a sus países con una fea imagen en sus ojos, en tanto nosotros, clavados en esta tierra hasta la raíz, habremos de convivir con la diaria calamidad.
Eximo al Municipio de San José de algunas de las heridas que causamos a la buena práctica del aseo urbano. Las manos que arrojan papeles, envases, envolturas y los mil residuos que se ven cada día en las calles y aceras son las de una buena cantidad de ciudadanos que seguramente exigen que sus casas luzcan como un ajito, mientras sus dedos enloquecidos por librarse de la cajita que contiene el par de nuevos audífonos la avientan en un caño o alcantarilla.
La visión de semejantes cúmulos de basura me produjo un sentimiento de simpatía por el servicio que brindan los recolectores de desechos, que no es cosa que llene de contento andar por calles y esquinas recogiendo el testimonio de nuestra irresponsabilidad para con el aliño y cuidado de la ciudad.
Esta execrable conducta es precedida por un desarreglo en la visión del que tira basura, de tal modo que una calle se le representa como un campo de cemento apto para ser sembrado de inmundicias; una alcantarilla, en un agujero presto a tragar todo lo que se le arroje; y un río, en una vena abierta por la que deberían correr cosas más sólidas que una peregrina corriente de agua.
“Es que son culturas diferentes”, oigo decir cuando se compara la pulcritud de otras ciudades y sociedades con la nuestra. ¿Cuál fue el fatídico momento en que la limpieza, el aseo y el orden pasaron de ser cualidades individuales a anomalías culturales?
He ahí un elocuente ejemplo de tirar las cosas en cualquier parte visible o invisible: convertimos la cultura en un relleno sanitario para arrojar en él las conductas que nos enjuician. No obstante y sujetando un jirón del difamado tejido cultural, me aventuro a especular que por alguna fisura del ADN nacional se introdujo un gen que nos induce compulsivamente hacia el acto de lanzar.
Lanzamos basuras, indirectas y chismes, tiramos a los demás en un vertedero profundo practicando la “bajada de piso”, arrojamos nuestras culpas a los otros y con el mismo ardor nos convertimos en recolectores de adulación y reconocimiento, y no pocas veces echamos nuestros auténticos talentos en el basurero de los desechos voluntariamente biodegradados.
Hace unos meses, la Municipalidad de Desamparados ideó un procedimiento para extraer del río Cucubres la indescriptible marea de basura que es lanzada a sus aguas. Construyeron una enorme canasta de metal para depositar dos veces a la semana los materiales que flotan o se hunden en el cauce.
La imagen de dos estoicos empleados municipales sumergidos hasta la cintura en aquel piélago de botellas, plásticos y un cascarón de refrigeradora me conmovió y avergonzó.
Me gustaría proponer que cada uno de nosotros acarreara hasta su conciencia una cesta con el fin de arrojar en ella los sedimentos de indiferencia que como costras ocultan nuestros buenos deseos de ser mejores ciudadanos.
De igual manera, la canasta resultaría muy útil si en ella fueran puestas las basurillas de malos recuerdos y resentimientos que hemos acumulado a lo largo de los años. ¡Hay tantos residuos ahí dentro que nos ulceran la vida!
Deshacernos de ellos es una acción valiente y necesaria, no sea que por descuido, falta de interés o ciega arrogancia se acumulen hasta ensuciar y obstruir la calle por la que camina nuestra existencia.
El autor es educador pensionado.