La sirena de la ambulancia gritaba por espacio en la calle para apurar la llegada de Gladis Acosta Enriquez al Centro de Atención Especializada para Pacientes de Covid-19 (Ceaco). Con serias dificultades respiratorias, esta vecina de Alajuela ameritó ser trasladada del Hospital San Rafael a La Uruca para salvarle la vida. Su traslado se coordinó el jueves 10 de mayo pasado, en los albores de una ola pandémica que saturó a los hospitales de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) a niveles nunca antes vistos.
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Lo que menos imaginaba esta madre de familia, de 57 años, es que en el Ceaco sería recibida por un regimiento de ángeles, como los describiría después. “Cinco doctores me recibieron y se presentaron conmigo. Fue como si hubiera caído en manos de ángeles”, recuerda esta abuela de ocho pequeños, sentada en la sala de su casa, mientras cuenta su historia con un colorido árbol de Navidad como fondo para la entrevista.
Su salud no ha sido la más fuerte, dice. Antes había estado hospitalizada en al menos una decena de veces por diferentes causas: las tres cesáreas para dar a luz a sus hijos, complicaciones de la artritis y lupus. Aunque en esta ocasión su vida estaba pendiendo de un hilo a causa de un nuevo virus pandémico, nunca había percibido la calidez, el respeto y el amor que experimentó los 14 días internada en el Ceaco.
“¡Qué personas más especiales fueron ellos! Vea, una atención increíble. A cada momento, estaban en la cama preguntándome cómo me sentía. Inmediatamente, me hicieron ultrasonidos y radiografías en mi cama. Siempre estuvieron ahí, cuidándome, dándome todas las atenciones y diciéndome cómo debía ponerme, siempre bocabajo para que mis pulmones drenaran.

“Fue un milagro que no me intubaran. Su atención era constante. En la noche, nunca me dejaron sola, muy pendientes de cómo me sentía. Y ni hablar de la atención cuando tocaba el baño, por ejemplo. Como no me podía levantar de la cama, con todo el cariño del mundo me aseaban. Me hacían sentir tan bien que no había vergüenza. ¡Viera qué cosa más linda! Siempre les daba las gracias, y me decían que una forma de agradecerles era orar por ellos. Nunca he dejado de orar para que los guarde de toda enfermedad y contagio”, rememora.
Muy difícil recordar el nombre de cada uno de sus cuidadores. Sin embargo, mantiene en su memoria la imagen de una joven médica que llegaba, le tocaba el brazo con un apretón cariñoso, la llamaba ‘mi amor’, y le inyectaba ánimos para que tuviera fe y confiara en que saldría adelante de este trance.
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“En toda esa estadía en el Ceaco, nunca sentí miedo ni susto, porque ellos lo reciben a uno como si estuvieran cuidando a un familiar. Cuando mi familia llamaba, le daban todas las atenciones, y también ellos llamaban. Yo sentí siempre mucha paz, a pesar de que me costaba respirar. Nunca me dio el susto de morir. Siempre me dijeron que yo iba a estar bien.
“Siempre con ese ánimo: llegan sonriendo. El personal de limpieza mantenía la habitación superlimpia, siempre olía riquísimo. A mí me trataron como una reina. Hasta los alimentos. Aunque al principio no comía porque se me quitó el hambre, después le empecé a tomar el gusto, porque todo se lo daban con un amor. Salí de ahí contando la experiencia, que sí, fue dura, pero ellos hacen que uno pase un momento agradable”, cuenta Gladis, quien hasta ahora agradece que siempre la llamaran por su nombre.
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En sus 14 días en el Ceaco, fue la paciente de las camas 53 y 58. El día de su egreso, la palabra ‘gracias’ fue la que más repitió mientras recorrió los pasillos en silla de ruedas, rumbo a la salida donde la esperaba la ambulancia. Es una palabra que no se cansa de decir seis meses después de aquella odisea, al tiempo que cumple la promesa que hizo a sus ángeles en el Ceaco: rezar por ellos.