
San Salvador. Kilmar Ábrego García es un salvadoreño de 29 años que pasó casi la mitad de su vida en Estados Unidos, donde construyó una familia y una carrera en la industria metalúrgica.
Llegó indocumentado a Maryland en 2011, huyendo de las pandillas que desde 2006 lo acosaban, golpeaban y amenazaban con matarlo si su familia no cedía a la extorsión. Tenía apenas 16 años.
Durante su estancia en Estados Unidos, Ábrego se casó con Jennifer Vásquez, ciudadana estadounidense, y formaron un hogar junto a sus tres hijos, uno de ellos sordo de un oído y con autismo no verbal.
Para sostener a su familia, trabajaba a tiempo completo y estudiaba en la Universidad de Maryland. En 2019, obtuvo una “suspensión de remoción”, un estatus que impedía su deportación por el peligro que corría en su país natal. También recibió permiso de trabajo.
Ese mismo año, sin embargo, fue arrestado mientras buscaba empleo como jornalero. Un informante lo señaló como miembro de la Mara Salvatrucha (MS-13), pero nunca fue acusado de ningún delito. A pesar de que un juez encontró creíble su temor a regresar a El Salvador y le otorgó protección, su nombre quedó en los registros del gobierno de Trump como presunto pandillero.
El 12 de marzo de 2025, mientras iba en su auto con su hijo, agentes del ICE lo detuvieron y, tres días después, fue deportado junto a más de 250 personas, bajo la acusación de pertenecer a grupos criminales como la MS-13 o el Tren de Aragua. Fue enviado al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la megacárcel de Nayib Bukele, en El Salvador.
Su esposa lo reconoció en un video difundido por el presidente salvadoreño. La corte federal de Maryland determinó que su deportación fue un “error administrativo” y ordenó su regreso.
El gobierno de Trump apeló, alegando que Estados Unidos no puede recuperar a alguien ya bajo custodia salvadoreña. La Corte Suprema puso en pausa la orden mientras analiza el caso.
Hoy, Ábrego sigue preso en El Salvador, en medio de una batalla legal y diplomática, sin pruebas en su contra y con una familia que lo espera.
Su historia revela las grietas del sistema migratorio y la fragilidad de las garantías judiciales en contextos de represión y errores burocráticos. Su vida, entre dos países, pende de una decisión judicial.

Al menos 265 migrantes, en su gran mayoría venezolanos, fueron deportados por Estados Unidos a El Salvador desde marzo y encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot).
Considerado el penal más grande de Latinoamérica, el Cecot dispone de un severo régimen de reclusión. Alberga a unos 15.000 salvadoreños acusados de pertenecer a violentas pandillas, y ahora también a migrantes venezolanos. Están incomunicados y no pueden recibir visitas.
Trump dijo el martes que le “encantaría” incluso enviar a ciudadanos estadounidenses que cometan crímenes violentos a la Cecot.
Como principal aliado en América Latina, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele fue recibido con honores en la Casa Blanca por colaborar en la política de mano dura de Trump contra los migrantes.
“Tenemos muchas ganas de ayudar”, manifestó Bukele, a lo que Trump le respondió: “Nos están ayudando. Se lo agradecemos”.
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