Arenal. “Obedecer y callar” constituye la consigna de supervivencia en una vasta región del norte de Colombia, que fue aislada y prácticamente abandonada por el Estado durante al menos dos décadas. En este territorio, tres grupos armados imponen su dominio.
El sur montañoso del departamento de Bolívar se convierte en una crónica trágica del interminable calvario experimentado por los civiles atrapados en el conflicto armado colombiano. Esta agencia se unió a una misión del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), una de las escasas organizaciones que opera en la zona, y dialogó con los pobladores, quienes solicitaron mantener su identidad en reserva.
Bolívar se posiciona como el tercer departamento más afectado por la violencia en Colombia, registrando aproximadamente 700.000 víctimas a lo largo del conflicto, según un informe oficial de junio. Tan solo en 2020, se contabilizaron 145 homicidios.
Ubicado en la región del Magdalena Medio, Bolívar se convierte en objetivo de los guerrilleros del ELN, disidentes de las FARC que no suscribieron la paz en 2016 y el Clan del Golfo, el principal cartel del narcotráfico.
Las comunidades desarrollan estrategias de supervivencia ante disparos, asesinatos selectivos, confinamientos, campos minados, extorsiones y amenazas, en uno de los países con mayor cantidad de desplazados internos en el mundo.
Javier, un líder comunitario, describe la presencia de estos grupos como una “mano invisible”, omnipresente, “silenciosa y amenazadora”. Según él, “rara vez se les ve de uniforme o con armas. Están ahí, vigilándonos sin dejar que los veamos”.

Isla de Oro
El sur de Bolívar adopta la forma de una “isla”, rodeada por los brazos del río Magdalena, según la delegada del CICR, Sara Lucchetta. Sus montañas, que abarcan casi la totalidad de los 17.000 km² de territorio (casi el tamaño de El Salvador), sirven como corredores logísticos para el tráfico de oro desde numerosas minas artesanales, contrabando y cocaína.
“Aislado y remoto, el sur de Bolívar ha sido históricamente un territorio de guerrilla y violencia. También es una zona de conflicto de la que se habla poco en comparación con otras regiones”, describe Lucchetta.
En los municipios de Morales y Arenal, la presencia de estas guerrillas y ejércitos del narcotráfico es casi imperceptible para esta agencia. Los campesinos continúan con sus labores en las plantaciones de maíz, papa y cacao.
Lucchetta destaca que las consecuencias del conflicto sobre la población civil se convirtió en estructurales. El cultivo de coca, principal componente de la cocaína, disminuyó debido a su falta de rentabilidad.
“El verdadero problema de la guerra ahora es el oro”, afirma José, un minero de la zona.
En semanas recientes, el ELN y las AGC se enfrentaron nuevamente en la región, provocando el desplazamiento de al menos 1,400 personas en un “clima de miedo y zozobra”, según el gobierno.
Ratones y Águilas
“La gente tiene miedo. Están constantemente en alerta, esperando la desgracia, pendientes de si vienen hombres armados a la puerta por la noche”, describe Carlos, otro habitante.
Los grupos suelen contar con aliados en las poblaciones, pero, según Javier, las comunidades intentan mantenerse al margen. “Es una cuestión de convivencia”, subraya. “A causa del conflicto, hay normas con las que hemos aprendido a vivir. Por ejemplo, está prohibido caminar de noche”, agrega.
Con redes urbanas y colaboradores, los tres grupos conocen y aprueban cada movimiento. “Para comprar una moto se necesita el permiso del comandante y justificar de dónde proviene el dinero”, explica un campesino.
La población está acostumbrada a hablar de una “tensa calma”, pero cuando estallan las hostilidades, se encuentran “en medio del fuego cruzado, con las balas zumbando sobre nuestras cabezas”, según Wilson, otro líder local.
“Cuando solo hay un actor armado, más o menos sabes qué hacer, te adaptas. El problema es cuando son varios y te encuentras en medio”, sostiene Juan.
“Nos encontramos como ratones asustados con un nido de águilas sobre nuestras cabezas”, añade.

Siempre Sospechoso
Carlos denuncia la “estigmatización” de los civiles, ya que los grupos sospechan que son “colaboradores” del bando contrario. La escasa presencia del ejército provoca la arremetida de las organizaciones, afirma.
“Para unos, somos guerrilleros. Para otros, somos paracos (paramilitares). Si uno se desplaza de un territorio a otro, es rápidamente acusado, interrogado, o incluso peor... Un extraño siempre es sospechoso”, explica Juan.
Muchos viven cerca de campos con minas y otros artefactos explosivos sin detonar, identificados con una calavera y huesos cruzados, firmada por el grupo responsable. Según el CICR, al menos 10 personas fueron víctimas de estos artefactos en 2023, frente a 4 el año anterior.
La violencia, sumada al aislamiento, limita el acceso al agua potable, educación y salud. “Si no fuera por el conflicto, estaríamos viviendo bastante bien. Las condiciones son duras, pero la tierra es generosa”, sostiene Juan. “El problema es esta guerra, que es el cuento de nunca acabar”.