A finales de agosto inicia el ritual presupuestario anual. Cada año, antes que concluya dicho mes, el ministro de Hacienda presenta ante la Asamblea Legislativa el plan de gastos anual del Ejecutivo e inicia un proceso legislativo que, inexorablemente, concluirá a finales de noviembre con su aprobación legislativa.
Tristemente, en Costa Rica, este proceso es poco más que un trámite que permite que las oficinas gubernamentales puedan abrir sus puertas de nuevo a partir del 1.º de enero; cuando, en contraste, debería considerarse como uno de los rituales institucionales más importantes en las sociedades democráticas – el del control político en torno a la financiación de las políticas públicas – y, además, debería ser una parte clave de los procesos de planeamiento, gestión y evaluación de las políticas públicas, es decir, un instrumento para asegurar eficacia, eficiencia y transparencia en el uso de los recursos económicos.
En Costa Rica, lejos de esto, cada año que pasa, el gobierno y los grupos políticos se empeñan en vaciarlo más de significancia.
Curiosamente, como no pocos hitos institucionales normalmente cargados de significancia y relevancia política en las democracias, en Costa Rica el proceso que conduce a la aprobación de los planes de gasto y endeudamiento gubernamentales suele estar marcado por la inercia y las posturas fiscalistas irreflexivas e intransigentes – tanto en Hacienda como en los partidos de oposición – que no hacen más que evidente la ausencia de visión estratégica e integral acerca de la complejidad del papel de las políticas públicas y de las intervenciones gubernamentales a la hora de satisfacer las demandas que, legítimamente, plantea la ciudadanía.
Los problemas parecen, si la mirada se queda en lo superficial, ser simplemente una brecha significativa entre gastos e ingresos y la insostenibilidad de la deuda gubernamental y, por tanto, la solución a ellos tiende a concebirse casi como una cuestión de simple aritmética, olvidando que, tras cada renglón o partida presupuestaria, hay una política pública, una decisión política de implementarla y, especialmente, un impacto sobre la ciudadanía.
Al tomar dicho camino se erra en lo fundamental, primero olvidando el carácter político de los presupuestos públicos y, segundo, evadiendo la evaluación y revisión permanentes de la efectividad de las intervenciones gubernamentales, con el fin de adaptarlas a las cambiantes y complejas realidades de las sociedades modernas y lograr, con ello, que satisfagan las necesidades colectivas.
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En las democracias modernas, los presupuestos gubernamentales están pensados en doble clave.
Primero, al contener la expresión económica de todo el conjunto de las políticas públicas que se han adoptado a lo largo de décadas, los momentos de control y formulación no pueden desentenderse de las respuestas a tres preguntas relevantes: ¿Se alcanzan los objetivos asignados? ¿Se emplean los recursos de manera eficaz y eficiente? ¿Cómo mejorar y adaptar las políticas públicas a las necesidades actuales y futuras de las poblaciones?
Su segunda dimensión fundamental es política; lo natural es que las acciones, planes y proyectos reflejen la impronta ideológica – la visión de país y de Estado – de quienes han formado gobierno tras los procesos electorales.
Así, tanto las decisiones de gasto como de financiación (tributación y endeudamiento) plasman la visión de sociedad y políticas públicas de quienes gobiernan, en representación de la ciudadanía.
Tristemente, los presupuestos públicos en Costa Rica están atrapados por una inercia perversa que los convierte en poco menos que requisitos formales para abrir oficinas cada 1.º de enero, mientras la discusión legislativa se torna estéril e inútil, porque no conduce a modificaciones significativas en la gestión pública.
Se discuten guarismos presupuestarios que dicen poco de la realidad y aún menos de si se cumplen los objetivos colectivos.
Las consecuencias de esta dinámica van más allá de los déficits crecientes y de una deuda impagable. Resolver estos problemas requiere no solo frugalidad presupuestaria, sino también reformas estructurales que respondan a la efectividad y pertinencia de las políticas públicas.
Pensar que un presupuesto ajustado o una regla fiscal solucionan el problema es ingenuo y peligroso. Al no aceptar la complejidad integral del tema, las restricciones presupuestarias terminan recortando partidas sensibles que afectan más directamente a las personas.
La superficialidad con que se aborda el tema crea vacíos aprovechados por actores políticos inescrupulosos, que buscan no solo capturar recursos públicos, sino también usar la financiación de políticas públicas como herramienta de polarización y disputa tribal, premiando amigos y castigando enemigos, una práctica propia de liderazgos populistas.
Al final del día, optar por este camino – el del ajuste irreflexivo y el de usar la financiación de políticas públicas como arma política – no mejora la efectividad de la gestión, sino que siembra más dudas en la ciudadanía, incrementa la indignación y el descontento y deteriora la confianza en las instituciones democráticas.