Los mayores peligros para la estabilidad económica y financiera pero, por sobre todo, para el objetivo fundamental de dotar a los presupuestos gubernamentales de un marco de financiación apropiado para que atiendan satisfactoriamente las demandas legítimas de las ciudadanía son, sin duda, el concentrarse sólo en la dimensión fiscalista del proceso de ajuste –esa especie de obsesión por la aritmética del déficit y no por lo que significan como expresión de las políticas públicas– o darlo por concluido antes de tiempo.
En el primero de los casos, el pecado capital consiste en creer que los equilibrios presupuestarios son un fin en sí mismo, mientras que, en el segundo, el error garrafal es no reconocer las profundas vulnerabilidades –estructurales y coyunturales (vinculadas a los ciclos económicos y políticos, principalmente)– que aún exhiben las finanzas públicas costarricenses.
La reforma fiscal y el proceso de consolidación fiscal no es simplemente un asunto de guarismos –el alcanzar un superávit primario suficiente como para que la deuda pública decline y se estabilice como proporción de la producción– sino que requiere además replantearse la naturaleza y la dimensión tanto de los aportes tributarios como del gasto gubernamental.
En ambas dimensiones aún hay mucho camino por recorrer pues, aunque las reformas de 2018 han sido exitosas en términos de reducción del déficit presupuestario, la sociedad costarricense continúa evitando las discusiones de fondo en torno a la tributación –¿Resulta suficiente el aporte tributario de las ciudadanías en relación con lo que ellas mismas demandan del Estado? ¿Son recaudados los impuestos de manera equitativa entre la población y los diferentes grupos de interés?– mientras que, al mismo tiempo, muy poco o nada se ha dicho y hecho acerca de la estructura y efectividad del gasto, pero, sobre todo, en relación con su alineación con lo que la sociedad costarricense demanda hoy y, particularmente, lo que requiere para construir los distintos futuros que imagine y pretenda alcanzar.
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En esa dimensión prospectiva muy poco se ha avanzado y buena parte del gasto gubernamental estratégico –educación, igualdad de oportunidades, adaptación al cambio climático, infraestructura productiva y urbana, entre otros– sigue asignándose inercialmente debido a procesos presupuestarios burocráticos y rudimentarios o, peor aún, capturados por intereses.
Entre tanto, en el ámbito de la tributación, las reformas siguen atrapadas por el mantra de “no más impuestos” que ciertos grupos conservadores –tanto políticos como de interés– han adoptado en las últimas décadas con el fin de demorar reformas en aspectos medulares como la imposición a las personas, las empresas y, sobre todo, a la riqueza en todas sus formas.
El otro grave error, más coyuntural pero igualmente peligroso, es dar por conjurado el riesgo fiscal –incluso el más ingenuo: el de los simples balances presupuestarios– antes de tiempo.
Lamentablemente, en los últimos meses la coyuntura económica local e internacional y los cambios en los balances políticos parecen estar exacerbando este peligro.
Es imperativo que las autoridades fiscales eviten caer en el espejismo de suponer que el rápido crecimiento de la recaudación de los últimos meses se mantendrá: lo más probable es que la carga tributaria caiga, en términos reales y como proporción de la producción, en 2022 y 2023 como resultado de la desaceleración que se anticipa del gasto interno y por el agotamiento de las reformas adoptadas en 2018 y el rebote post pandémico.
Mientras que, por el lado del gasto, las presiones se acumulan desde todos los frentes: demandas legítimas de la población exacerbadas por la coyuntura inflacionaria o por los efectos de años de desatención de los problemas estructurales y, al mismo tiempo, el cercamiento de los espacios políticos de un ajuste en el gasto basado en contener a toda costa su crecimiento –algo sin duda necesario, sobre todo al borde del abismo en que se estuvo en 2018 –sin preocuparse por su pertinencia y sobre todo, la capacidad de resistir las presiones de los grupos que capturan partes significativas de esos presupuestos.
Sin las reformas estructurales señaladas arriba, el proceso presupuestario costarricense continuara alejándose de lo que idealmente debería ser un ejercicio estratégico para dotar de recursos a las políticas públicas y asimilándose más a un castigo para Sísifo: un ciclo interminable de asignaciones y recortes, de expansión y ajuste, de esfuerzos sin sentido, ni fin.
Se está en un momento crucial – parece de Perogrullo esta frase, pero tristemente no lo es – en el que urgen las reformas estructurales a las instituciones y a las políticas públicas, y, en donde una vez más, como tantas otras veces en el pasado, la coyuntura generará tensiones sobre las finanzas gubernamentales.
Si las ciudadanías no exigen que tanto el Legislativo, el Ejecutivo y los grupos de interés estén a la altura de las circunstancias y no sólo procuren la frugalidad, sino que planteen las reformas necesarias –con transparencia y espíritu de acuerdo y no desde la imposición que en ocasiones suelen alimentar los espejismos que emanan de las frágiles mayorías legislativas –el esfuerzo de ajuste emprendido terminará desperdiciado como tantas veces sucedió en el pasado y añadiéndose, en lo que debería constituir la preocupación primaria de todos, más leña a la hoguera en donde se consume la convivencia democrática.