Hasta no hace mucho, en nuestras complejas sociedades democráticas existía un cierto acuerdo tácito en torno a que las políticas públicas en ciertos campos –entre ellos, evidentemente, el sanitario– deberían estar basadas en evidencia científica y en información real –no en creencias o prejuicios– y, sobre todo, atender en primer lugar al objetivo de procurar bienestar colectivo, por encima del particular, lo que podría conllevar incluso justificados “sacrificios” en términos de ciertas libertades individuales.
De un tiempo a esta parte, las cosas han cambiado con preocupantes consecuencias no solo para las políticas e intervenciones gubernamentales, sino que, particularmente, para la convivencia democrática.
El surgimiento de opciones electorales sin escrúpulos, cuando se trata de obtener pírricas victorias en las urnas, al tiempo que redujeron al absurdo los principios liberales –vaciándolos de contenido y empequeñeciéndolos hasta un casi neoanarquismo utópico, interesado y, paradójicamente inhumano– adoptaron posturas irreflexivas en materia de temas tan sensibles como la salud, la educación, la seguridad pública o los derechos humanos con el único fin de atraer a sus redes a unas ciudadanías indignadas, descreídas y sobre todo cabreadas por un cúmulo de decepciones y de necesidades insatisfechas.
Como si cruzar esas líneas rojas del oportunismo electoral no fuera suficiente, la situación tendió a agravarse con la pandemia, pues ésta significó no solo un doloroso y profundo shock social y económico, sino que el enfrentar un evento tan inesperado como desconocido y, por supuesto complejo, requirió limitar algunas libertades individuales y sobre todo empresariales, con el objetivo de proteger poblaciones vulnerables y tutelar objetivos colectivos válidos como el evitar el colapso del sistema sanitario.
En medio de la crisis, políticos populistas e inescrupulosos y sobre todo voces interesadas –en lo individual y lo económico– hablando desde el privilegio, como sucede generalmente, instrumentalizaron la lucha en contra de la respuesta pandémica con fines electorales y gremiales, volviéndola una herramienta de destrucción masiva de lo democrático y de los espacios comunes de convivencia.
El turno de experimentar estos despropósitos de la deriva populista le ha correspondido, tristemente, a Costa Rica al emplear, la nueva administración, las políticas contra la covid-19 como instrumento para agradar masas e intereses.
Decisiones como el eliminar el uso obligatorio de mascarillas, así como el confuso discurso presidencial en torno a la vacunación en contra de dicha enfermedad no solo han sido evidentemente tomadas con total ausencia de elementos científicos y de contexto, sino que justificadas, incluso por autoridades del sector sanitario, sobre la base de una visión individualista de la salud –obviando que muchas de estas intervenciones se basan en el beneficio colectivo– y desconociendo la naturaleza de externalidad y de spillovers que suelen ser claves en ámbitos de atención preventiva en salud, como estos.
La última de estas dudosas acciones gubernamentales ha sido, sin duda, la derogación del decreto de emergencia. Muchas dudas quedan en el aire con este último desatino, especialmente la capacidad de las instituciones del sector salud para canalizar oportunamente recursos a la atención de una emergencia que no ha terminado.
Por ejemplo, una pregunta que parece nadie hacerse hoy, pero que es clave para preservar la salud –la vida, se debería decir– de la población y también de la economía es si, en esta deriva que parece haber adoptado la respuesta costarricense a la pandemia, se tendrá asegurada –como se logró en el 2020– el acceso de toda la población a vacunas de calidad.