A punto de iniciar formalmente las refriegas electorales es un buen momento para recordar que, aunque las elecciones suelen ganarse con confrontación y polarización, el ejercicio del poder —tanto el que deriva de los mecanismos de representación como el fáctico relacionado con la dinámica de intereses que caracteriza a las sociedades modernas— requiere negociación y acuerdo y, sobre todo alejarse de la interpretación de las interacciones sociales como juegos de suma cero, en los que lo que gana un actor lo pierden otros.
De esta forma, los peligros para la convivencia democrática que surgen de ese cóctel perverso que se mezcla en nuestras sociedades y que se compone de demandas insatisfechas y promesas incumplidas que alimentan la indignación de las ciudadanías requieren, para ser conjurados efectivamente, el que sean atendidas las causas raíz. En este sentido, ¿cuáles podrían ser las bases de acuerdo político construido sobre la base de la convivencia democrática amplia y no a costa de ella?
La primera pieza clave es la extensión a todos y todas de los derechos humanos más amplios posibles. La construcción institucional democrática ha ido, poco a poco, reconociendo y entregando esas protecciones, primero, políticas y económicas (en el sentido liberal), luego sociales (en el contexto del estado de bienestar) y, como es natural que suceda con cualquier sociedad que tiende a complejizarse, poco a poco a esas de demandas se les unen otras relacionadas con diversidad, equidad e inclusión.

Las reformas que se emprendan deberán reconocer este principio de extensión y de no regresión en materia de derechos y, sobre todo, debe procurar dotarlos de materialidad y concreción, incorporándolos en las instituciones, las políticas públicas y los presupuestos gubernamentales.
A los actores políticos debe exigírseles, como una base para entrar en el juego de poder democrático, el compromiso de no banalizar estos temas y mucho menos convertirlos en instrumentos en las luchas identitarias que construyen con fines de manipulación electoral. Sin este paso necesario no serían más que, en el mejor de los casos, letra muerta y, en el peor, municiones para las luchas tribales.
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Pero también serán necesarias reformas políticas e institucionales que fortalezcan la representación y los espacios democráticos. Estas reformas no pueden ser eslóganes vacíos agregando numerales romanos a la pretendida nueva república; sino que deben avanzar en, al menos, cuatro dimensiones: mayor representación, fortalecimiento de partidos políticos y de los espacios de deliberación democrática e insuflar efectividad a las instituciones.
Es decir, que deben abrirse espacios para mayor participación real de las ciudadanías en los procesos políticos, pero, al mismo tiempo, que esa participación sea canalizada a través de partidos políticos funcionales, en espacios deliberativos equitativos, amplios y que favorezcan la construcción de acuerdos.
Más diputados, mejores mecanismos parlamentarios, financiación apropiada y equitativa a los partidos políticos, mejor rendición de cuentas política, pero todo en un marco que incentive que las agrupaciones políticas funcionen más como vehículos de expresión de ideas democráticas y menos como envolturas de productos que pretenden ser vendidos en un supermercado.
Por supuesto que las instituciones deben ser remozadas, pero bajo dos principios: el primero, que nunca la solución a la pretendida inefectividad de la democracia puede pretender ser corregida con concentración del poder; y, en segundo término, que necesariamente deban rediseñarse —de manera realista y pensando en su efectividad real y no en simples leguleyadas— los pesos y contrapesos democráticos.
El tercer componente clave de la transformación es el fortalecimiento del Estado de Bienestar. Es justamente este aspecto el sustrato material que da concreción a la promesa democrática y es su debilitamiento, justamente la causa de la erosión de la confianza en el sistema y sus reglas y del socavamiento del concepto de nación.
Y para emprender esta reforma es necesario hacerlo en varios frentes a la vez: por una parte, su sostenibilidad material, que pasa necesariamente por redefinir, con honestidad y franqueza, un marco de fiscalidad suficiente y equitativo que opere en el contexto de una economía vibrante y estable (¡pero, por sobre todo justa!); mientras que, simultáneamente, sus prestaciones —es decir, la expresión concreta a lo que nos comprometermos como nación— se actualicen de acuerdo con las necesidades actuales y futuras de las ciudadanías en aspectos tan amplios como la educación, la salud, la protección social y previsional, las políticas se promuevan la equidad de oportunidades y seguridad democrática.
Por último, pero no menos importante, es necesario que el proceso de reforma no solo se concentre en lo que existe, con el fin de perfeccionarlo, sino que en clave prospectiva debe anticipar y, en estos menesteres, además apostar, a múltiples futuros posibles.
En este sentido, el proceso de reforma —en todas sus aristas: político-institucional, económica, social, por ejemplo— deberá girar en torno a los grandes retos de nuestros tiempos: el construir espacios de equidad e igualdad de oportunidades y enfrentar los efectos del cambio climático. Por cierto, un primer paso clave en este proceso es no solo entender estas demandas actuales y futuras como riesgos existenciales, sino que, por encima de todo, como oportunidades para alcanzar mayor bienestar para todas y todos.
Finalmente, conviene enfatizarlo las veces que sea necesario, el ingrediente clave para pensar en proyectos que construyan futuros comunes más que una hoja de ruta —¡que sin duda tendremos muchas de ellas entre más vibrante sea la deliberación democrática!— es entender que el sustrato básico es el diálogo político real y no, simplemente, la parafernalia electoral vacía a que nos hemos acostumbrado.
Los actores políticos y los grupos de interés deben abandonar cuanto antes sus prejuicios antediluvianos y sobre todo la falsa sensación de seguridad que les otorgan sus privilegios y espacios de captura de las políticas y los presupuestos públicos, pues los retos que se tienen en frente, si no son comprendidos y enfrentados apropiadamente no solo ponen en peligro los espacios colectivos sociales y económicos, sino que auguran malos momentos desde la perspectiva de los intereses individuales.