Los salvadoreños fueron a votar en el 2018 para escoger diputados y autoridades municipales. La única queja fue la lentitud del Tribunal Supremo Electoral (TSE) en el escrutinio. Hicieron el mismo ejercicio, el domingo último, sin ninguna anomalía, y Nayibu Bukele es el nuevo presidente.
Dos exmandatarios que llegaron al poder impulsados por la derecha y otro de la mano de la izquierda han encarado acusaciones judiciales por corrupción. Ni los partidos ni el Poder Ejecutivo, y tampoco el Congreso, han interferido para impedir el curso de los procesos.
Esta normalidad ocurre en El Salvador, un país con una accidentada historia política que soportó una durísima represión entre 1932 y 1992: asesinatos de opositores, sindicalistas, dirigentes sindicales y otros; fraudes electorales, persecución, exilio, desaparecidos, restricciones a las libertades, golpes de Estado y, como fase final, una guerra civil que dejó unas 75.000 muertes entre 1980 y 1992.
La violencia que hoy azota el país es de índole delincuencial y esta es la causa por la cual miles de personas huyen en busca de seguridad. La pobreza es el otro resorte que empuja esos éxodos.
Sí, es muy relevante que en la Centroamérica que está a dos años de conmemorar 200 años de independencia, un país con un pasado político tan violento no se parezca al anterior a 1992.
Si le parece que exagero, lo invito a ver cómo están dos países vecinos, también ribereños del golfo de Fonseca: Honduras y Nicaragua. En el primero hubo un golpe de Estado disfrazado de constitucionalidad en el 2009 (¡hace apenas 10 años!) y un mal disimulado fraude electoral en el 2017 que permitió la reelección del presidente Juan Orlando Hernández.
Y en Nicaragua... no tengo que ser muy específico. Usted está bien al tanto. Empero, el contraste con El Salvador es clarísimo.
Vale hacer un paralelismo pues el país de lagos y volcanes también arrastra un ayer muy parecido. Allí padecieron una dictadura dinástica cruenta, allí también hubo desaparecidos, presos políticos, exiliados, elecciones amañadas, Estado de derecho pisoteado y dos enfrentamientos armados (el pueblo contra la dictadura somocista y entre los contras y la dictadura sandinista).
La gran diferencia es que en Nicaragua, de nuevo, hay una dictadura y otra vez la democracia yace agonizante.
¿Me da la razón por destacar como excepcional y esperanzador que en El Salvador no haya retroceso?
Hierro y fuego
Para comprender cuán complicado ha sido el parto de la democracia en el país más pequeño de América Central, hay que remontarse un poco hasta la primera mitad del siglo anterior.
La gran depresión de 1929 golpeó duramente a una economía dependiente de un monocultivo –el café–. La crisis aumentó la tensión social del campesinado, en su gran mayoría desposeído de la tierra. Una rebelión, encabezada en 1932 por Agustín Farabundo Martí y apoyada por el Partido Comunista, fue reprimida sin miramientos por las fuerzas de seguridad del Estado y grupos paramilitares de los hacendados. Se estima que al menos 10.000 personas murieron.
La barrida instrumentalizada por la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez abrió un periodo sostenido de persecución política y social que fue incubando las causas para el conflicto armado que desangraría El Salvador 50 años después.
En el ínterin, la oligarquía cafetalera y, después, la naciente burguesía industrial se valieron del aparato estatal para suprimir todo intento de protesta social y de demanda democrática. Los militares jugaron un papel clave en esta estrategia.
Inclusive, entre 1962 y 1979 (cuando el cuartelazo de los “oficiales jóvenes” derriba el gobierno del general Carlos Humberto Romero), el Partido de Conciliación Nacional (PCN), expresión de los intereses de la élite económica, fue la fachada civil de un régimen militar que ahogó toda posibilidad de un cambio por la vía electoral. En ese lapso, siempre “triunfó” el candidato del binomio militar-oligárquico.
Por cierto, el PCN sigue vivo y fue uno de los socios de la alianza de derecha que encabezó la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) en los comicios presidenciales recientes. En la Asamblea Legislativa tiene 9 de los 84 escaños.
Aquel golpe de Estado, en medio ya de un clima político-social altamente polarizado por la presencia de guerrillas de izquierda y escuadrones de extrema derecha, fracasó como opción para contener un conflicto que se hacía inminente. El país se sumió en una guerra civil durante la cual la degradación de los derechos humanos alcanzó cotas extremas.
La presión internacional, los esfuerzos de mediación y el temor a un agravamiento aún mayor de la crisis, forzaron a las fuerzas políticos, los militares y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) a entrar en una negociaciones prolongadas y complejas que culminaron con la firma de los Acuerdos de Chapultepec, en México, que establecieron condiciones y cambios para encauzar el país hacia la democracia y la pacificación.
El nuevo país
En casi 30 años, El Salvador ha demostrado que la democracia podía surgir y sobrevivir entre las heridas que dejó la guerra civil.
Atrás quedaron las candidaturas de militares usando partidos para dar un “maquillaje” civil a sus gobiernos; las denuncias de fraudes en elecciones son cosa del ayer. Desde 1994 y hasta este quinquenio del presidente Salvador Sánchez Cerén, que terminará el 31 de mayo, la derecha de Arena y la izquierda del FMLN se han tolerado como actores en la vida política, ora en el ejercicio del poder, ora como oposición.
Si fraude es palabra en el olvido, más lo es el fantasma de un cuartelazo. Los antiguos contendientes libran ahora sus combates en el Congreso, en los gobiernos municipales, desde el Poder Ejecutivo.
Que el aparato institucional funciona y que hay separación de poderes lo demuestran también las investigaciones y causas judiciales por corrupción abiertos contra tres expresidentes: Francisco Flores (Arena), Tony Saca (también de Arena) y Mauricio Funes, el primer gobernante con la bandera del FMLN.
Flores enfrentó una acusación por la presunta malversación de $15 millones donados por Taiwán para paliar los daños de un terremoto en el 2001. Murió en enero del 2006 antes de ir a juicio.
En cuanto a Saca, aceptó ser responsable de delitos por el desvío de $301 millones durante su administración (2004-2009). En setiembre del 2018 fue condenado a 10 años de prisión.
El exgobernante Funes tampoco se ha librado de acusaciones por corrupción. La Fiscalía lo señala como presunto responsable del delito de enriquecimiento ilícito durante su gestión (2009-2014). Se encuentra exiliado en Nicaragua luego de alegar una supuesta persecución política por haber denunciado situaciones de corrupción en los gobiernos de derecha.
Como mencioné al inicio, sobresale el hecho de que los partidos que los llevaron a la Presidencia nunca han salido en defensa de ellos ni han interpuesto recursos que pretendan cuestionar la actuación de la Justicia por parcialidad política.
Queda en evidencia, por lo expuesto, que hay mucha diferencia entre aquel El Salvador dominado por la oligarquía económica-militar y el que surgió de lo rubricado en México.
Que persisten problemas graves es una realidad innegable. El informe del Banco Mundial Los olvidados: pobreza crónica en América Latina y el Caribe indica que en el país un 25% de la población vive en situación de pobreza crónica; es decir, que nació pobre y posiblemente morirá en tal condición. Además, 38% de la gente se halla en situación de movilidad social descendente.
Lo anterior, así cómo la violencia de las pandillas, explican por qué millares de personas huyen al exterior, sobre todo a Estados Unidos, si bien en los últimos años se ha logrado bajar la tasa de homicidios a 51 por cada 100.000 habitantes (que sigue siendo muy alta para un país sin guerra).
Pero al menos la violencia política no es un factor que contribuya a complicar la situación.
Es todo por ahora.