Sin duda alguna la pandemia del covid-19 ha evidenciado aspectos de nuestra vida cotidiana que sabíamos que existían pero que no hemos querido hacerle frente.
Algunos dicen que habrá un antes y un después del covid-19, ojalá esto sea para bien.
Nos ha expuesto ―a solo 11 semanas de haberse alertado la pandemia― que las desigualdades sociales, etarias, étnicas, alimentarias y de cualquier tipo, son caldo fértil para el contagio y la diseminación de un virus que se origina en poblaciones silvestres y que por lo tanto, tiene afectaciones diferenciadas, según se tenga acceso o no a lo que la técnica y la ciencia dictan para mitigar los efectos de este.
La humanidad ha estado centrada en “buscar más” y no tanto en “ser más” humanos, solidarios y fraternos.
Como sociedad, este virus nos ha enfrentado a esta realidad y hemos tenido que reaprender la cooperación, la responsabilidad social, la política del buen vecino y la de conversar el uno con el otro. A reconocernos en el otro y a extender la mano de ayuda al desconocido para aquellos que podemos y tenemos capacidad de hacerlo.
Sobre esto ya se ha escrito y se seguirá escribiendo conforme vayamos saliendo de esta calamidad.
Hoy quisiera referirme a otro aspecto, que ha sido el origen del virus, pero que, por las tribulaciones de hacerle frente, no lo hemos revelado al plano que le corresponde.
El covid-19 ha puesto sobre la mesa la necesidad de entender, con meridiana claridad, que estamos viviendo en una nave que es cerrada y es única, el planeta Tierra.
No podemos seguir haciendo “clavos de oro” a costa de los elementos que sustentan la vida misma, y me refiero aquí a los componentes ambientales que se norman por sus propias leyes.
Hemos sido testigos lejanos de cómo en tan solo pocas semanas de confinamiento se ha avistado manatíes en Limón (La Nación, 31.3.20), como las aguas de mares se han aclarado y las poblaciones de peces las disfrutan inclusive en lugares como Venecia en Italia.
O bien, como en tan pocas semanas, según el Dr. Marshall Burke de la Universidad de Stanford, la contaminación del aire en China cayó drásticamente a lo que lo lleva a establecer que en dos meses de reducción de la contaminación del aire en ese país ha salvado probablemente las vidas de 4.000 niños menores de 5 años y 73.000 adultos mayores de 70 años, lo que, a esa fecha, era mayor que el número de víctimas globales producidas por el virus.
La evidencia científica dice que las reducciones de NO² (dióxido de nitŕogeno) en el aire, tanto en las zonas industriales de China como en el norte de Italia, han disminuido drásticamente debido a las medidas tomadas para mitigar el impacto del virus, y a pesar de que se sabe que la contaminación del aire excede a la malaria como causa global de muertes prematuras por un factor de 19; excede a la violencia por un factor de 16; al HIV/AIDS por un factor de 9; al alcohol por un factor de 45, y al abuso de drogas por un factor de 60; es decir, está bien establecido que la contaminación del aire mata; como humanidad, estábamos haciendo poco para mitigarlo, pero el covid-19 vino a restregárnoslo en la cara.
Las implicaciones de la atención a la pandemia del covid-19 son aún inimaginables, pero sí podemos aprender algunas cosas sobre la relación de los virus con los humanos. En tiempos recientes hemos experimentado brotes de virus más frecuentes que en el pasado, por ejemplo, el ébola, la gripe aviar, el síndrome respiratorio del Medio Este (Sars); el virus del Nilo y el zika. Todos ellos han sido producto de un contagio del virus de animales silvestres y domesticados a seres humanos.
Un estudio del 2007, según el Prof. Andrew Cunningham del Zoological Society de Londres (The Guardian, 25-3-20) sobre el brote del Sars concluyó que “la presencia de un gran reservorio de virus tipo Sars-CoV en murciélagos de herradura, junto con la cultura de comer mamíferos exóticos en el sur de China, es una bomba de tiempo”.
La directora djecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambientes, Inger Andersen, manifestó, al mismo medio, que “nunca antes habían existido tantas oportunidades para que los patógenos pasen de los animales salvajes y domésticos a las personas”, explicando que el 75% de todas las enfermedades infecciosas emergentes provienen de la vida silvestre, considerando que existen mercados legales de especímenes de vida silvestre en muchas partes del mundo, por ejemplo, en el mercado de Wuhan, donde se originó el covid-19.
Por suerte, ya China ha prohibido estos mercados, ojalá sea permanentemente, pero igual debe hacerse en los otros países asiáticos y del mundo que aún lo permiten. Pero esto también debería llevarnos a reconocer que es menester de cualquier ciudadano de este mundo cambiar nuestros hábitos de consumo por unos sostenibles y amigables con el entorno natural.
La vida silvestre debe respetarse y evitar que entre en contacto con los seres humanos. De allí la urgencia de intervenir positivamente en la rehabilitación de áreas y ecosistemas degradados para ofrecer la protección necesaria a la biodiversidad y ampliar las posibilidades de producción sostenible.
Tal como lo hace el Reglamento de la Ley de Conservación de la Vida Silvestre (2017) de nuestro país, el uso de la fauna silvestre es totalmente prohibido y el uso de sus imágenes es regulado por protocolos elaborados por el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac).
Con mucha más razón, más ahora que antes, se debe llevar con entusiasmo y compromiso la celebración de la Década de las Naciones Unidas para la Restauración de Ecosistemas 2021-2030 implementando acciones que lleven a nuestros países a la neutralidad de la degradación de las tierras, a la conservación de la biodiversidad, a aumentar la resiliencia de nuestros pueblos contra las sequías y a la implementación de los Objetivos del Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas de tal forma que nadie se quede atrás.