Siempre me ha llamado la atención cierta mentalidad que lo justifica todo, cuando se trata, por supuesto, de ella misma, sus amistades o cosas que interesan a los grupos con las que se identifica. Infaltablemente, encuentra una razón o causa superior para excusar errores manifiestos y acciones canallas.
Emplea las contorsiones dialécticas, la mentira o el silencio cómplice para defender lo indefendible. Pensemos en el caso extremo del familismo amoral que excusa tapar el crimen ejecutado por un pariente cercano con la excusa de que la sangre manda. En síntesis, si es de mi lado, está, por definición, correcto, aunque sea evidente lo contrario.
Las personas con esta mentalidad muy frecuentemente dividen al mundo de una manera simple: nosotros y los otros. Si con aquellos que forman parte del “nosotros” son de una tolerancia amorfa, con los “otros” son un justiciero implacable: todo está malo y hasta las cosas bien hechas son sospechosas. Aplican el viejo y horrible adagio del “a tus enemigos, ni agua”. Y como todos los enemigos están fuera de su círculo, la guerra es total contra los malos.
Esta mentalidad maniquea es más vieja que la maña de pedir fiado. Se ha transmitido de generación en generación desde el inicio de los tiempos. Además, podemos tropezar con ella en cualquier ámbito de la vida social, desde el vecindario hasta la política. Quizá su raíz tenga una dimensión antropológica, pues los seres humanos, al igual que otros grandes primates, con frecuencia tenemos reacciones violentas con individuos que percibimos son del extragrupo.
El problema es que, en la actualidad, este maniqueísmo coloniza nuestra esfera pública. Más aún, aspira a apoderarse de ella y sustituir la conversación pública por un duelo entre vociferantes, a ver quién insulta más, alentados por los algoritmos de las redes sociales. Lo hace de manera agresiva, arrinconando a la tolerancia y el civismo que, justamente, procuran lo contrario: la convivencia civilizada entre personas que piensan diferente.
No puedo dejar de subrayar la importancia de no irse en la tira de los gritos y los insultos, por más que nos repelan los dichos y acciones de otros. Y nos opongamos a ellos. No significa tibieza: podemos ser firmes con los hechos, pero no atacar a las personas. Cualquiera comete un acto tonto, no significa que sea un estúpido. A veces sí, pero podemos ahorrarnos el calificativo.
Jorge Vargas Cullell es sociólogo.