
Hace unos años, mi amigo Pipe (q.e.p.d.) me contó un chisme relacionado con cierto episodio ignominioso de nuestra historia: el robo de la Virgen de Los Ángeles en 1950. Se trataba de un relato genuinamente extraordinario donde no faltaban intrigas, conspiraciones y bellacos. Y cuando digo bellacos, hablo de bellacos en serio.
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Pipe tenía una memoria prodigiosa y elaboró un pormenorizado catálogo de personajes innobles de mediados del siglo XX. Me habló, por supuesto, del escritor José León Sánchez, quien cumplió condena por su participación en el robo de la Virgen de Los Ángeles y luego fue librado de todo cargo. Me habló de Seis Dedos, un turbio ladrón que se resistía a toda forma de calzado y cuya polidactilia postaxial en el pie le valió el dichoso apodo. Y me habló, además, de Veinte Años, un sujeto más oscuro que cualquier otro y, quizás, por esa misma razón, más interesante.
Desde joven, Veinte Años aparece en las crónicas policiales de la prensa. En 1937, el periódico La Hora lo representa como un muchacho audaz de catorce años que no quiere ir al reformatorio San Dimas sino a La Peni, ya que en este último reclusorio sí le permiten fumar y, por si fuera poco, es mucho más sencillo escaparse. Una nota de La Prensa Libre de 1958 pareciera acreditar esta última consideración: “Eduardo Porras Chaves, a quien se apoda 20 Años y quien se encuentra en estado muy grave por la tuberculosis que padece, aprovechando una cloaca que sale a la calle, logró fugarse el sábado en la noche, deslizándose por el río Torres y luego por el famoso Callejón de La Puñalada”.
En La República de ese mismo año se habla de que Veinte Años, en efecto, se fugó de La Peni y fue detenido en Cañón del Guarco, carretera al Cerro de la Muerte, después de violentar la casa de unos campesinos. A la hora de ser detenido, le decomisaron dos armas cortas y una buena cantidad de dólares de origen desconocido. Un campesino de apellido Víquez, al parecer, fue el encargado de reducirlo a punta de trompadas.
Pipe, mi amigo, se refería a un rumor de la época que vinculaba a Veinte Años con el robo de La Virgen de Los Ángeles y sugería que, a lo mejor, él, Veinte Años, había formado parte de una conspiración vinculada con la Legión Caribe y, particularmente, con ciertas deudas no honradas: los mercenarios, presuntamente, habrían buscado una forma de asegurarse recursos prometidos que no les fueron asignados. Lo cierto es que, hasta donde se sabe, Veinte Años no participó de forma directa en el robo de La Virgen de Los Ángeles, aunque su hermano, El Tútele, sí. Es decir, podría haber sido, sencillamente, una confusión. O tal vez no.

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El escritor argentino Rodrigó Fresán insiste en que los latinoamericanos nos empeñamos en construir relatos cuyos protagonistas, invariablemente, son buena gente. Pueden ser, de repente, pícaros o canallas, pero al final terminan cumpliendo ciertas aspiraciones moralizantes. Por eso nuestra tradición literaria, acaso sucedánea de la hagiografía, pasó de las historias de santos a las historias de víctimas. Y por eso nuestros relatos son casi siempre protagonizados por héroes ejemplares o perdedores heroicos: desde lo canónico hasta lo profano. Los bandidos asesinos de Salarrué, por ejemplo, lloran como niños de un planeta extraño y se lamentan diciendo “semos malos” al tiempo que suenan melodías tristonas en un fonógrafo.
La literatura en inglés, en cambio, está poblada de protagonistas unánimemente ruines. Gentes mucho peores que Veinte Años. De hecho, uno podría armar un inventario interminable de novelas o cuentos del sur profundo estadounidense, donde los protagonistas son tan furiosamente deleznables que hacen ver a Dolores Umbridge de Harry Potter o a Joffrey Baratheon de Game of Thrones como simples y cándidas derivaciones de la Madre Teresa. Sin ir más lejos: basta leer unos cuantos títulos de Dirty Works y Sajalín para comprobarlo.
Acá, repito, es distinto. José León Sánchez tuvo la oportunidad de escribir una novela formidable, insólita, sobre un personaje infame que roba la imagen de La Virgen de Los Ángeles y pone en jaque a un país. Pero, en su lugar, escribió una novela lastimera donde busca, aunque sea de forma secular, la redención de sus pecados. Lo mismo sucede con Un harapo en el camino de Sinatra y con Bajo la lluvia Dios no existe de Warren Ulloa: son novelas donde la degradación moral se nos muestra imbuida de culpa.
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Otro buen amigo, brasilero, me decía que, a diferencia del resto de América Latina, donde no son infrecuentes los terremotos, las erupciones volcánicas y los cerros que colapsan por aguaceros e inoportunas obras civiles, en Brasil casi no tienen catástrofes naturales porque para eso cuentan con una clase política auténticamente calamitosa. Uno podría replicarle a mi amigo que en Centroamérica tenemos cartón lleno: tanto las catástrofes naturales como las políticas. Porque si ellos tuvieron a Collor de Mello, nosotros, acá no más, tuvimos el huracán Mitch combinado con Arnoldo Alemán.
Curiosamente, ni Blas Cubas ni Miguel Cara de Ángel, acaso dos de los personajes más repugnantes de la literatura brasilera y centroamericana, respectivamente, escapan a eso que mencionamos antes: ambos son instrumentos moralizantes. El primero habla desde la tumba, desde la derrota paródica. El segundo termina pagando sus pecados “cada vez más, cada ver, cadáver más”.
Nuestros malos nunca vencen en un sentido estricto. Al menos no en el ámbito de la escritura. En nuestros relatos, incluso los periodísticos y los poéticos, tenemos villanos desmesurados y patéticos. Villanos cómicos. Algo así como ese Somoza que desvela la estatua de Somoza en el estadio de Somoza. Algo así como ese Hernández Martínez siniestrísimo que, en un poema de Roque Dalton, resulta ser el encargado de repartir casas a esos pocos que sobrevivieron a su tiranía. Es más, hasta Veinte Años recibe su dosis de conmiseración al ser definido como víctima de tuberculosis.
La política, ya se sabe, es otra historia. Los tiranuelos de hoy ni hacen gracia ni valen un buen chiste ni se sientan a llorar como niños de planeta extraño diciendo “semos malos”. Los tiranuelos de hoy ni siquiera dan lástima. Pero ganan elecciones.