“Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, escribió Tolstói al inicio de Ana Karenina. Valor sentimental podría leerse como una variación contemporánea de esa idea: una exploración de las formas específicas, casi invisibles, que adopta la infelicidad dentro de una familia aparentemente funcional.
Los Borg no encarnan la disfunción espectacular, sino algo más sutil: la suma de ausencias, malentendidos y silencios prolongados que, con el tiempo, terminan por definir un modo de estar juntos. Tal vez, como sugiere la película, toda familia arrastre una falla estructural. Lo decisivo es cómo aprende a vivir con ella, si es que lo consigue.
En el filme, Gustav Borg es un cineasta reconocido y padre ausente que reaparece en la vida de sus hijas Nora y Agnes tras la muerte de la madre. Lo hace con una propuesta que es, al mismo tiempo, una ofrenda y una provocación: filmar una película inspirada en una tragedia que aún enturbia el aire familiar.
A partir de ese punto Valor sentimental se despliega como una exploración íntima sobre la memoria, el duelo y la creación artística. Además, se pregunta qué ocurre cuando el arte se alimenta del trauma y cuando la necesidad expresiva se enfrenta al dolor, todavía vivo, de los otros.
La película se estrena en Costa Rica el jueves 25 de diciembre

Crear desde el dolor
En Valor sentimental el cineasta noruego Joachim Trier muestra cómo el impulso creativo y el deseo de reparar errores pueden convivir con la incomunicación. Gustav no es un villano ni un héroe. Es, más bien, alguien que confunde la necesidad de expresar el dolor con el derecho de hacerlo.
El padre del filme es un personaje complejo, precisamente porque no se reduce a una figura de cinismo o abuso. Es un hombre que intuye que el tiempo se le acaba y que busca recuperar, con algo de torpeza y una buena dosis de urgencia, una cercanía perdida con sus hijas y nieto.
Hay en él gestos de cuidado, momentos de lucidez y una capacidad real de pedir disculpas o de guardar silencio cuando entiende que ha ido demasiado lejos. Pero esas tentativas conviven con su incapacidad de distinguir entre el deseo de reparar y el derecho a hacerlo a través del arte.
Trier no lo absuelve ni lo condena; lo observa en su contradicción, allí donde la fragilidad personal se confunde con la autoridad creativa. Cuando Nora, actriz de teatro, rechaza el papel que le ofrece su padre, el cineasta sugiere un límite ético: Nora se niega a trabajar con quien no ha logrado comunicarse y a encarnar un trauma que no le pertenece. O que tal vez le pertenece demasiado.
La tensión central del filme no reside tanto en el conflicto familiar como en el choque entre dos formas de procesar el dolor. La incorporación de Rachel, una actriz extranjera, introduce una capa adicional de distancia y evidencia otra pregunta crucial: ¿qué se pierde —y qué cambia— cuando la herida se traduce en representación y pasa a pertenecer a otro cuerpo, otra voz y otra mirada?
Como ocurre en buena parte de la filmografía de Trier, el cine dentro del cine funciona en Valor sentimental como un espejo deformante: refleja el pasado, pero lo hace bajo unas reglas mediadas por el encuadre, el guion y la puesta en escena. En ese sentido, la película dialoga con una larga tradición de obras que convierten la autobiografía, real o ficticia, en materia estética.
Entre Bergman y el presente
En Valor sentimental, Joachim Trier retoma una preocupación central del cine de Ingmar Bergman: la familia como primer escenario del trauma y de la necesidad de redención. Como en Gritos y susurros (1972), el núcleo familiar no es en este caso un refugio, sino una estructura emocional frágil, atravesada por silencios, culpas y afectos que nunca encuentran una forma de expresarse. En ambas películas el hogar aparece como un espacio donde el pasado insiste y la intimidad se vuelve una zona de riesgo.
Bergman filma la infancia y la adolescencia como territorios de extrema sensibilidad, donde cada gesto deja una huella. Trier desplaza esa herencia hacia personajes adultos atravesados por la dificultad para comunicarse y la imposibilidad de convertir el pasado en algo común.
El título Valor sentimental condensa la ambigüedad central de la película. ¿Qué valor tiene aquello que nos ata emocionalmente al pasado? ¿Es un capital afectivo que nos sostiene o un peso que nos inmoviliza? En ese equilibrio precario entre el lastre y el aprendizaje profundo se expresa la mayor fortaleza del filme: la transformación de una historia de reconciliación en una meditación sobre los límites del arte frente a las experiencias dolorosas.
Finalmente, la película dirigida por Trier ofrece una advertencia tan sutil como valiosa: no todo dolor necesita ser narrado, ni toda historia pide convertirse en obra. Además, sugiere que el arte puede arrojar luz sobre nuestras heridas y crear un espacio donde el trauma convoque al diálogo y la infelicidad familiar empiece, lentamente, a transformarse.
Ficha técnica del filme
Título original: Sentimental Value (Affeksjonsverdi)
Año: 2025
Duración: 133 min.
País: Noruega
Dirección: Joachim Trier
Guion: Joachim Trier y Eskil Vogt
Producción: Maria Ekerhovd y Andrea Berentsen Ottmar
Fotografía: Kasper Tuxen
Montaje: Olivier Bugge Coutté
Música: Hania Rani
Elenco: Renate Reinsve, Stellan Skarsgård, Inga Ibsdotter Lilleaas y Elle Fanning
Cine y memoria familiar
El cine ha explorado la familia como un vínculo donde se inscriben la historia, el trauma y la identidad. Estas diez películas muestran cómo las relaciones familiares funcionan como espacios de transmisión —y a veces de ocultamiento— de la memoria individual y colectiva.
1. The Magnificent Ambersons (Orson Welles, 1942) — Estados Unidos
Retrato crepuscular de una familia dominada por el peso del pasado y por un patriarca ausente en espíritu. La decadencia material dialoga con la incapacidad de transmitir afecto y sentido entre generaciones.
2. Tokyo Story (Yasujiro Ozu, 1953) — Japón
El distanciamiento entre unos padres ancianos y sus hijos adultos revela cómo el paso del tiempo erosiona los lazos familiares y transforma la memoria en una forma de melancolía silenciosa.
3. Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972) — Suecia
El trauma familiar convertido en experiencia sensorial. Bergman filma la intimidad como un territorio donde conviven el afecto y la crueldad.
4. Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) — Suecia
La infancia como territorio donde se cruzan imaginación, trauma y herencia familiar. Bergman convierte la autobiografía en una reflexión sobre la autoridad, el arte y la transmisión emocional.
5. La habitación del hijo (Nanni Moretti, 2001) — Italia
La muerte inesperada de un hijo golpea a una familia. El duelo se convierte en un proceso íntimo y colectivo, donde la identidad familiar debe redefinirse desde la pérdida.
6. Still Walking (Hirokazu Kore-eda, 2008) — Japón
Una reunión familiar aparentemente banal revela traumas no resueltos y resentimientos heredados. La memoria se manifiesta en gestos mínimos y silencios prolongados.
7. Stories We Tell (Sarah Polley, 2012) — Canadá
Un ensayo documental sobre los secretos familiares y la imposibilidad de encontrar una verdad única. La memoria se construye como relato, montaje y ficción compartida.
8. Amour (Michael Haneke, 2012) — Austria / Francia
El amor conyugal enfrentado al desgaste del cuerpo y del tiempo. La pareja como último refugio y como memoria compartida que se resiste a desaparecer.
9. Roma (Alfonso Cuarón, 2018) — México
El recuerdo de una familia atravesada por ausencias, desigualdades y afectos contradictorios. La memoria personal se entrelaza con la historia social.
10. Aftersun (Charlotte Wells, 2022) — Reino Unido
Una hija reconstruye la figura de su padre a partir de recuerdos fragmentarios. El cine aparece como herramienta para comprender aquello que no se entendió en su momento.
