
Del 8 al 11 de julio pasado se llevó a cabo en Vilanova de Arousa, provincia de Pontevedra, el IV FESTIVALLE, el único festival monográfico en España, dedicado a un solo autor, Ramón del Valle-Inclán, reconocido como uno de los mayores dramaturgos del siglo XX y uno de los autores de teatro más trascendentales después de Shakespeare, según palabras de José María Paz Gago, uno de sus más esmerados estudiosos.
El Faro de Vigo, en su edición del 10 de julio, en su primera página y desarrollo en la 7, tituló su gacetilla “El Festivalle se hace cada vez más grande” y lo ilustró con fotografías de la presentación de La rosa de papel, en el Auditorio Valle-Inclán, a cargo del grupo Tribueñe, dirigido por Irina Kouberskaya. Subrayó esto: “Vilanova celebra con éxito, la cuarta edición del Festivalle (el cual) consolida su apuesta por el teatro, la reflexión y el patrimonio literario gallego”. El informativo gallego 21Noticias fue pródigo en dar cuenta textual y fotográfica de este importante festival.
Tuve el privilegio de ser invitada a ese evento, al cual llevé una ponencia titulada “La huella del Valle-Inclán temprano en los Cuentos de angustias y paisajes, del escritor costarricense Carlos Salazar Herrera”, a la que podría referirme, en otro momento, en el espacio de “Literatura” de esta misma revista.
Hoy pretendo hablar de las obras dramáticas valleinclanianas que tuve el placer de ver y relacionar este tema con las que hemos visto “hechas en Costa Rica”.

La rosa de papel, una obra corta pero intensa, un nudo entretejido entre avaricia, lujuria y muerte, miseria y contradicciones humanas, que el Tribueñe presentó en un montaje con énfasis en la poética de los colores y la luz, vestuario y utilería y una excelente actuación. Una novedad para mí, que he estudiado la obra a profundidad, fue convertir la “visión celeste” del borracho Julepe, enajenado por el alcohol, en una escena a la vista, en la cual Floriana, la muerta (interpretada por Catarina de Azcárate), sin solución de continuidad se convierte en la cupletista estrella de La Perla y baila con los que han ido al velorio, como si fueran los clientes del establecimiento. Julepe, sin poderse contener, exclama: “¡Rediós, médicos y farmacéuticos, vengan a puja para embalsamar este cuerpo de ilusión!”.
El Tribueñe también se lució con El Embrujado, donde igualmente se entrecruzan, las mismas nociones antes citadas y que con toda razón forma parte del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte. La avaricia en esta pieza se convierte en un torbellino que arrastra a todos los personajes, con diferentes consecuencias para cada uno de ellos. Por ejemplo, al potentado don Pedro lo sume en la soledad, la tristeza y el vacío; mientras que a la pareja de Anxelo y Mauriña, en su destrucción afectiva. De Rosa Galans solo cabe especular.
Por su parte, el montaje dirigido por Ahinoa Amestoy del esperpento Los cuernos de don Friolera venía precedido de excelentes comentarios, cuando se exhibió en los Teatros del Canal en Madrid y por supuesto, pudimos confirmarlo en la presentación del grupo en el Festivalle, donde el aplauso fue de pie, como no podía ser de otra manera. Excelente en todo sentido, y de una rabiosa actualidad, donde en un espacio “a modo de panóptico” el protagonista atenazado por las dudas sobre cuál debería ser su correcto proceder, se ve presa de “una supuesta colectividad que lo observa y lo acorrala como si estuviese en una cárcel o un matadero”, en palabras de Amestoy.

De las pocas obras valleinclanianas con marbete “made in Costa Rica”, tenemos que destacar sobre todas, Los cuernos de don Friolera, estrenada por el Teatro del Ángel el 9 de junio de 1977, dirigida por Alejandro Sieveking y apoyada por la Embajada de España en Costa Rica. En esta propuesta, se suprimieron del Prólogo y del Epílogo, las conversaciones de Don Estrafalario y don Manolito, pues el director consideró que esos personajes estaban puestos “como elementos de análisis teórico en relación con la literatura española” y aunque “esto es muy interesante para el estudioso, (era) poco claro para el espectador”. Sin embargo, la puesta fue digna y el trabajo actoral competente.
Carlos Morales en su crítica señaló que los del Ángel hacían “uno de sus aportes más valiosos al teatro local”. Destacó a todo el elenco “que ha tomado con verdadero amor la empresa de rescatar y revivir a Valle-Inclán.” Dijo que Lucho Barahona, en su papel de Don Friolera, componía “el personaje más completo que se le haya visto” y que su composición “debía figurar en buen sitio dentro de la historia del teatro hispanoamericano”, para agregar de seguido: “Y créanlo que no me estoy excediendo”. Cerró diciendo que el Ángel nos ponía “al frente del más puro y genial Valle-Inclán. …Imposible no verlo”.
El 14 de noviembre de 1997 la Compañía Nacional de Teatro estrenó Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (sin El Embrujado), dirigida por Jaime Hernández, quien dejó la vida terrena hace pocos días.
Por falta de información y divulgación no podríamos quejarnos, porque fue suficiente; aunque quizás sí, por otros motivos. Cañas Escalante destacó en cada una de las piezas el trabajo de los que lo hicieron a conciencia y con altura; pero también señaló lo que consideró añadidos desacertados de dirección.
El comentario de Andrés Sáenz, por demás prolijo, igualmente aludió a los méritos de la puesta; pero también seguía preguntándose el porqué de los agregados innecesarios del director para unas obras que presentan de suyo una “acción clara, sencilla y concisa”. Yo, por mi parte, siempre he creído que la obra de Valle-Inclán se basta y se sobra.
Quedará para otro momento ampliar sobre lo referido someramente y recordar otros montajes de obras de Valle, como las que trajo la Compañía de María José Goyanes, en agosto de 1978 y el montaje de Divinas palabras que dirigió en marzo de 1981, José Tamayo, con elenco nacional.
Eso es todo por ahora. Lo siento. El espacio nos pone límites.
