La clave no es el matapalo. Es el abrazo. Esa es la sensación que me deja el libro de Santiago Porras. Vuelto a los orígenes, después de un recorrido por la vida, Santiago decide reconstruir su mundo. O, por lo menos, es lo que me parece.
Anclarlo en su lugar es indispensable. Eso es lo que hace con la referencia al matapalo. El regreso necesita siempre un lugar. ¡Aquí!, al pie de matapalo. Nada más lo vio se apeó del caballo, clavó la varilla que le servía de cayado y decidió: ¡Aquí quiero mi casa!
Y luego viene la historia. De ahí viene la fuerza del relato de Santiago. Pensé en decir que eran capas. Como capas que se iban superponiendo, agregando otra, y otra, hasta conformar su mundo. Pero al final no me funcionó la imagen.
Es más como melcocha. Va dando vueltas, plegándose, fundiéndose. Sí, creo que es una idea más adecuada.
Santiago es el maestro melcochero. ¿Qué ingredientes usa? Todos con los que se hace una melcocha, con esa cosa difusa que caracteriza la naturaleza humana, con una dosis adecuada de la diversidad de personajes y con un preciso contexto social.
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“Durante siglos la vida en las haciendas no sufrió mayores cambios. Su dueño gozaba de todas las ventajas para hacerse de dinero: por un lado, se podía hacer de grandes extensiones de terreno, y por el otro, disponía de abundante y barata mano de obra. Sobre sus peones y sus familias el gamonal ejercía una especie de derechos que se asemejaban a los del señor feudal”, afirma, en la página 86, en una definición corta y precisa que ambienta la historia.
Pero este no es un libro de historia. ¿O sí? Quizás lo es para Santiago. Para los lectores no. En todo caso, si lo es, es su historia. Desconfío que este es el mundo en el que él vivió. No nosotros. Es su historia.
Pero tiene el talento de envolvernos en su melcocha. No hay como escapar. Naturalmente, está el escenario, el recodo que el río Cuipilapa forma con su margen izquierda. Allí estaba el matapalo.
Pero la clave de la receta, el hilo con que construye el tejido son los personajes. Es con ellos que le da vida a la historia. Me parece que son dos los de mirada más profunda sobre el escenario: la hija, dueña de la hacienda, y la empleada. Es esa elección la que le da profundidad a la historia.
–Yo fui moneda de cambio para mi madre, afirma la hija. De ahí deriva un hilo conductor. Su matrimonio por conveniencia con el general, una relación que le permite ir iluminando la forma en que esas relaciones caracterizaban la época.
Santiago sabe de lo que habla, de modo que el relato tiene la fuerza del realismo.
La empleada le permite iluminar el paño desde otro ángulo. Veta igualmente rica como la anterior. Y complementaria. Personaje que encarna la generalidad: era la historia de las mujeres de casi todas las casas. Sin embargo, no lo explica con discursos, hay vida en el relato.
Es en la mezcla donde la melcocha va tomando forma, consistencia. Es la otra cara del mundo de la hacienda. Y entonces surgen los personajes. Ninguno sobra y –aun más importante– todos irrumpen con fuerza, ingredientes claves de la receta.
Dos personajes
Cito dos (por supuesto, hay más). José Ana, el mandador, es de los más entrañables. Siempre inspiró confianza, un hombre que no odiaba a nadie porque veían en cada persona a alguien que iba a morir. (Por cierto la muerte es tema que está apenas oculto en la historia. En un mundo donde todo tenía sentido, solo la muerte no lo tenía. ¡Era un misterio!). José Ana vincula los dos mundos, es la bisagra que aceita la historia.
El otro es un personaje que ocupa menos espacio, pero el que ocupa lo llena con mucho dramatismo: Venancio. El muchacho guapo al que matan con cobardía. Su historia sirve para ilustrar otro aspecto fundamental de la historia: el de las relaciones entre hombres y mujeres que caracterizaron la época.
Avanzaba en la lectura y, de repente, se me iluminó otro aspecto: el vocabulario. Santiago los usa con familiaridad, una familiaridad que no tiene para mí y que también enriquecen la historia. Cito algunas palabras: macuco, almadiadas, ajilando, requeté, sacatestos. Hay más, pero para ilustrar basta con esas.
El texto incursiona en la política. Lo hace de refilón y no estoy seguro de que enriquezca la historia. La política vuelve a aparecer al final. Le sirve a Santiago para terminar de sobar la melcocha. Es cuando entran los precaristas. Se acaba la historia, porque se destruye el mundo sobre el que estaba construida.
La voz final es la de la casa: –Me fueron abandonando poco a poco. Santiago le da voz a la casa. Habla, es testigo del relato.
En fin, relato envolvente, dulce y amargo, una sabrosa melcocha.
Abrazos de matapalo
Autor: Santiago Porras Jiménez
Colección: Vieja y Nueva Narrativa Costarricense
Sello: EUNED
Año de edición: 2018
Número de páginas: 128
Precio: ₡2.500
Género: Novela